COMENTARIO

 Lc 20,20-26 

Por tercera vez, recuerda San Lucas el acecho de las autoridades judías para perder a Jesús (v. 20; cfr 6,7; 14,1), aunque esta vez los halagos que preceden a la pregunta nos hacen ver que la astucia de aquellos hombres se hace cada vez más insidiosa (vv. 21-22). Negar el tributo a Roma, como lo hizo Judas el Galileo en su revolución (cfr Hch 5,37), era motivo suficiente para entregarlo a la autoridad romana (v. 20). Pero el Maestro percibe su doblez y pide un denario. La imagen del César en la moneda y la inscripción de la misma —«Tiberio César, Augusto, hijo del divino Augusto…»— son los argumentos que utiliza Jesús frente a sus adversarios: pagar el tributo, como lo pagan también aquellos que le persiguen con sus insidias, no significa confesar al César como Dios. Jesús, como Mesías, rechaza el mesianismo político: no entra en el juicio político sobre la autoridad de Roma, pues el Reino de Dios que vive y predica es de otro género. Con todo, estas palabras de Cristo quedaron como modelo de la conducta cristiana: «En cuanto a tributos y contribuciones nosotros [los cristianos] procuramos pagarlos antes que nadie a quienes vosotros tenéis para ello ordenado, tal como Él [Jesús] nos enseñó» (S. Justino, Apologia 1,17,1). La profundización en el sentido de estos textos se expresó en la doctrina sobre las relaciones entre la Iglesia y las comunidades políticas: «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 76).

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