COMENTARIO

 Lc 22,7-20 

En tiempos de Jesús, el recinto intramuros de Jerusalén tenía unos 1.500 metros de longitud por unos 800 de anchura. El Cenáculo se localiza tradicionalmente en el extremo sur–occidental de la ciudad, muy próximo a la casa del sumo sacerdote y al palacio de Herodes. Cerca de allí hay una calle escalonada —que se conserva todavía en parte— que llega hasta el torrente Cedrón y al monte de los Olivos. Presumiblemente aquella noche Jesucristo descendió por ese camino con sus discípulos y volvió a subirlo, detenido, hasta la casa de sumo sacerdote. Es posible que las indicaciones que Jesús da aquí a Pedro y Juan (vv. 10-12) se deban a su deseo de que el Sanedrín no supiera dónde iba a celebrar la Pascua.

La preparación de la Pascua (v. 7) llevaba consigo un conjunto de operaciones laboriosas: inmolación del cordero en el Templo al comienzo de la tarde, quemar todo lo fermentado que hubiera en la casa, y procurarse los otros componentes necesarios para la cena, como cinco tipos de hierbas amargas, perejil, vino, aceite, pan ácimo, miel, higos y almendras. De las cuatro copas de vino con agua que se tomaban, el tercer evangelista menciona dos: la segunda es la que corresponde a la consagración.

Todos los evangelios recogen, de una u otra manera, los aspectos esenciales que se derivan de las acciones de Jesucristo en esta cena: es una anticipación del sacrificio de la cruz, que se ofrece para el perdón de los pecados, que supone una Nueva Alianza de Dios con los hombres, etc. En ella instituye el Señor el sacramento de la Eucaristía que es «acción de gracias y alabanza al Padre, memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo, presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1358). Ver también nota a Mt 26,26-29.

De entre los evangelistas San Lucas es quien, con más claridad, recuerda que el Señor estableció este rito como memorial de la Pascua de Cristo, como algo que debía evocarse y repetirse en la Iglesia. En efecto, la cena Pascual era un rito que tenía ese carácter de «memorial», es decir, hacía presente y actualizaba —también con las oraciones que se recitaban (Dt 26,5-10)— la liberación por parte de Dios de cada uno de los miembros de su pueblo. Con sus primeras frases (vv. 15-18), el Señor indica que el antiguo rito ha acabado; con las palabras que pronuncia sobre el pan y sobre el vino (vv. 19-20) instituye una nueva realidad: su cuerpo entregado, su sangre derramada, «por vosotros», fundan la Nueva Alianza entre Dios y los hombres que supone la salvación de éstos. Por ello, Jesús establece este rito como memorial —«Haced esto en memoria mía» (v. 19)— que se hace presente en la Iglesia cada vez que se renueva de manera incruenta el sacrificio del altar: «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: “cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención” (Lumen gentium, n. 3)» (ibidem, n. 1364).

De esta necesidad de perpetuar el sacrificio se deduce también que, con estas palabras, el Señor «instituyó sacerdotes a los Apóstoles» y «ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su Cuerpo y su Sangre» (Conc. de Trento, De SS. Missae sacrificio, can. 2). Por ello, la doctrina de la Iglesia recuerda también a los sacerdotes que «su verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la comunión eucarística. En ella, actuando en la persona de Cristo y proclamando su Misterio, unen la ofrenda de los fieles al sacrificio de su Cabeza; actualizan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único Sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece al Padre de una vez para siempre como hostia inmaculada» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 28).

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