COMENTARIO
Jesús anuncia su pasión (v. 37) aplicándose la profecía de Isaías sobre el Siervo sufriente (Is 53,12) y señalando que se cumplen en Él las demás profecías sobre los dolores del Redentor. Como en todos estos episodios, se muestra un significativo contraste entre la comprensión de los acontecimientos por parte de Jesús y la incomprensión de los discípulos. Jesús sabe lo que va a ocurrir y, por eso, prepara la Pascua con presciencia profética (22,7-13): sabe que Judas le traicionará (22,21), que Pedro le negará (22,34), y que la hora decisiva está ahí (22,53). Pero rehúye las espadas y el combate (v. 38; 22,51), no responde a los ultrajes (22,63-65), ni se defiende ante el Sanedrín (22,66-71), ni ante Pilato (23,3). Es inocente, como lo afirman Pilato (23,4.14.22) y el centurión (23,47). Negado, e injustamente condenado, tiene gestos y palabras de perdón para Pedro (22,61) y para sus verdugos (23,34). Es claro que la conducta de Cristo tiene un valor de exhortación para quien sufra injustamente. Pero su martirio no está al servicio de una idea, sino que es el cumplimiento de la voluntad del Padre: «Sometió su voluntad a la del Padre. Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, a quien entregó por nosotros y que nació por nosotros, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y víctima en el ara de la cruz, con su propia sangre, no por sí mismo, por quien han sido hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos salvemos por Él y lo recibamos con puro corazón y cuerpo casto» (S. Francisco de Asís, Carta a todos los fieles 2,10-15).