COMENTARIO
La narración que hace Lucas de la condena de Jesús parece un desarrollo de la oración de los cristianos de Jerusalén: «En esta ciudad se han aliado contra tu santo Hijo Jesús, al que ungiste, Herodes y Poncio Pilato con las naciones y con los pueblos de Israel, para llevar a cabo cuanto tu mano y tu designio habían previsto que ocurriera» (Hch 4,27-28). De acuerdo con esta descripción, San Lucas presenta los acontecimientos en tres escenas: Jesús ante Pilato, ante Herodes y, de nuevo, ante Pilato. Frente a los hechos el lector puede juzgar de las responsabilidades de cada uno, pero sabe, con el evangelista, que por encima de la voluntad de los hombres está el designio de Dios.
En la primera escena (vv. 1-5), se descubre enseguida el artero proceder de los acusadores con el cambio de título en la acusación: el Sanedrín condenó a Jesús por llamarse Cristo (Mesías) e Hijo de Dios (22,66-71), pero ahora le acusan de llamarse Rey Mesías y de alborotar al pueblo (v. 2). Pilato reconoce enseguida la inconsistencia de la acusación (v. 4), pero intenta contemporizar. Por ello aprovecha la primera oportunidad que se le ofrece (vv. 6-7) para evitar responsabilidades. Con todo, en este lugar, los comentaristas lo que admiran es la grandeza de Jesús: «Pasaje admirable que infunde en el corazón de los hombres una disposición a la paciencia para soportar las afrentas con el ánimo ecuánime. El Señor es acusado, y calla. Y tiene razón al callarse el que no necesita defensa, pues defenderse es bueno para aquellos que temen ser vencidos. No confirma la acusación con su silencio, sino que la desecha al no refutarla. (…) Ha querido mostrar su realeza más que afirmarla, para que no tuvieran motivo para condenarle pues la acusación misma era una falsedad» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).
En la siguiente escena (vv. 6-12), la actitud de los personajes manifiesta lo que son: Herodes parece un ser caprichoso, casi grotesco (vv. 8-9), y los príncipes de los sacerdotes y los escribas aparecen como empeñados en la muerte de Jesús (v. 10). La grandeza del Señor se descubre en su actitud: frente a tamaños despropósitos, callaba (v. 9). Así comenta el episodio San Ambrosio: «Cuando Herodes quería ver de Él algunas maravillas, Él se calló y no hizo nada, porque la crueldad del personaje no merecía ver cosas divinas, y porque el Señor declinaba cualquier tipo de jactancia. Tal vez Herodes pueda ser considerado modelo y emblema de todos los impíos: si no han creído en la Ley y en los Profetas, tampoco pueden ver las obras admirables de Cristo en el Evangelio» (ibidem, ad loc.).
De nuevo ante Pilato (vv. 13-25), éste, en diálogo con los acusadores, deja claro por tres veces (vv. 14.20.22) que Jesús es inocente. Pero la multitud pide la muerte de Jesús en las tres ocasiones (vv. 18.21.23). Paradójicamente Barrabás sale librado (v. 25), a pesar de ser sedicioso y de haber cometido un homicidio (v. 19). La escena no puede dejar de ser un reproche a la indolencia: ni Herodes ni Pilato «le han declarado culpable, aunque cada uno ha servido a la crueldad de los fines del otro. Pilato se lava las manos, pero no puede hacer desaparecer sus actos; porque siendo juez, no tendría que haber cedido al odio y al miedo hasta el punto de derramar sangre inocente. Su esposa le advirtió, la gracia alumbraba durante la noche, la divinidad se imponía; pero aun así, no se abstuvo de pronunciar una sentencia sacrílega. Me parece que en él tenemos una imagen anticipada y el modelo de todos aquellos que más adelante condenaron a quienes consideraban inocentes» (ibidem, ad loc.). Con esa conducta, Pilato pasa a ser prototipo del que no quiere enfrentarse con la verdad: «Un hombre, un… caballero transigente, volvería a condenar a muerte a Jesús» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 393).