COMENTARIO
El texto señala diversos detalles que implican la identidad del «sepultado» y el «resucitado»: el cuerpo de Jesús es puesto en un sepulcro donde «nadie había sido colocado todavía» (v. 53), y también las mujeres fueron testigos de «cómo fue colocado su cuerpo» (v. 55): «Dios no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de nuevo, uno con otro, por medio de la resurrección a fin de ser Él mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida, deteniendo en Él la descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando Él mismo el principio de reunión de las partes separadas» (S. Gregorio de Nisa, Oratio catechetica 16; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 625).
Ahora ya ha pasado todo. José de Arimatea, hombre importante, realiza con exquisita veneración cuanto se requería para sepultar piadosamente el cuerpo de Jesús. Ejemplo claro para todo discípulo de Cristo, que por amor a Él debe arriesgar honra, posición y dinero. Es la hora de pensar en la obra de Jesús, que «con su sangre derramada libremente, nos ha merecido la vida, y en Él, Dios nos ha reconciliado consigo mismo y entre nosotros. (…) Nos ha abierto el camino; en tanto lo recorremos, la vida y la muerte son santificadas y adquieren un nuevo significado» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22).