COMENTARIO

 Jn 3,1-21 

Nicodemo probablemente era miembro del Sanedrín de Jerusalén (cfr 7,50). Debía de ser también hombre culto, quizá escriba o doctor de la Ley: Jesús, dirigiéndose a él, le llama maestro de Israel (v. 10). Podríamos calificarle, por tanto, de intelectual: es un hombre que razona, que indaga, que hace de la búsqueda de la verdad una de las tareas fundamentales de su vida. Lo hace, naturalmente, moviéndose dentro de los planteamientos propios de la mentalidad judaica de su tiempo. Sin embargo, para entender las verdades divinas, sin embargo, no basta la razón, hace falta la humildad y la gracia. Nicodemo debe reconocer que, no obstante sus estudios, es todavía ignorante en las cosas de Dios.

Al hilo del diálogo de Jesús con Nicodemo, el evangelista presenta una enseñanza clara de quién es Jesús, cuál es la salvación que trae a los hombres, y cuál la condición para alcanzarla: la fe que se recibe en el Bautismo bajo la acción del Espíritu Santo. En un primer momento del diálogo (vv. 2-8), Jesús enseña la necesidad de nacer de nuevo por el agua y el Espíritu Santo. (La palabra griega anothen que traducimos por «de lo alto» [v. 3], significa también «de nuevo», tal como lo entiende Nicodemo [v. 4]). Con la imagen del nuevo nacimiento queda resaltada la nueva condición del hombre tras el Bautismo. El ser humano es trasformado en un ser según el Espíritu de Dios, adquiere la filiación divina y la libertad propia de un hijo de Dios: «Todos aquellos que creyeron en Cristo recibieron el poder de hacerse hijos de Dios, esto es, hijos del Espíritu Santo, para que llegaran a ser de la misma naturaleza de Dios. Y, para poner de relieve que aquel Dios que engendra es el Espíritu Santo, éste añadió con palabras de Cristo: Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Didimo de Alejandría, De Trinitate 2,12). «Existen dos nacimientos; mas él [Nicodemo] sólo de uno tiene noticia. Uno es de la tierra y otro es del Cielo; uno de la carne y otro del Espíritu; uno de la mortalidad, otro de la eternidad; uno de hombre y mujer, y otro de Cristo y de la Iglesia. Los dos son únicos. Ni uno ni otro se pueden repetir» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 11,6).

Jesús explica a Nicodemo que para entenderle hace falta fe (vv. 9-15). Compara su futura crucifixión con la serpiente de bronce, que, por orden de Dios, alzó Moisés en un mástil como remedio para curar a quienes durante el éxodo fueron mordidos por las serpientes venenosas (Nm 21,8-9). Así también Jesús, exaltado en la cruz, es salvación para todos los que le miren con fe y causa de juicio para quienes no creen en Él. «Las palabras de Cristo son al mismo tiempo palabras de juicio y de gracia, de muerte y de vida. Porque solamente dando muerte a lo viejo podemos acceder a la nueva vida (…). Nadie se libera del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 8).

Las palabras finales (vv. 16-21) sintetizan cómo la muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por nosotros los hombres. Tanto para los inmediatos destinatarios del evangelio, como para el lector actual, esas palabras constituyen una llamada apremiante a corresponder al amor de Dios: que «nos acordemos del amor con que [el Señor] nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios (…): que amor saca amor (…). Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 22,14).

Las palabras «tanto amó Dios al mundo…» (v. 16) las comenta San Juan Pablo II diciendo que «nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la esencia misma de la soterología cristiana, es decir, de la teología de la salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al “mundo” para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra “da” (“dio”) indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso “da” a su Hijo. Éste es el amor hacia el hombre, el amor por el “mundo”: el amor salvífico» (Salvifici doloris, n. 14).

La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor: «Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito (Jn 3,16), si nos espera —¡cada día!— como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32), ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 251).

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