COMENTARIO
Este largo discurso en el que Jesús expone quién es Él y cuál es su misión trata algunos de los temas preferidos por el evangelista: Cristo revela al Padre y recibe de Él el poder de dar verdadera Vida.
En la primera parte Jesús habla de la igualdad y al mismo tiempo de la distinción entre el Padre y el Hijo (vv. 19-30). Los dos son iguales: todo el poder del Hijo es el poder del Padre, las obras del Hijo son las obras del Padre. Al mismo tiempo son distintos: el Padre es quien envía al Hijo. Cuando Jesucristo realiza obras que son propias de Dios testifica con ellas su condición divina (cfr v. 36).
Las «obras mayores» (v. 20; cfr 1,50; 14,12) son la propia resurrección de Jesús, causa y primicia de la nuestra (cfr 1 Co 15,20ss.). El Hijo ha recibido del Padre el poder de juzgar. «Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “todo juicio al Hijo” (Jn 5,22). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar y para dar la vida que hay en él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo; es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 679). Las palabras del v. 22 son consoladoras: «Cierto que de todas nuestras culpas hemos de rendir estrecha cuenta al eterno Juez; pero y ¿quién será este nuestro Juez? El Padre (…) todo juicio lo ha dado al Hijo. Consolémonos, pues, ya que el Eterno Padre ha puesto nuestra causa en manos de nuestro mismo Redentor. San Pablo nos anima con estas palabras: ¿Quién será el que condene? Cristo, Jesús, el que murió (…) es quien (…) intercede por nosotros (Rm 8,34). ¿Quién es el juez que nos ha de condenar? El mismo Salvador que, para no condenarnos a muerte eterna, quiso condenarse a sí mismo y, en consecuencia, murió y, no contento con ello, ahora en el Cielo prosigue cerca del Padre siendo mediador de nuestra salvación» (S. Alfonso Mª de Ligorio, Práctica del amor a Jesucristo 3).
Con los vv. 24-30 se cierra la primera parte del discurso de Jesús. En ellos se pone en relación la vida que Cristo otorga ya a los que creen en Él (vv. 24-27) con la vida futura tras la muerte (vv. 28-29). En uno y otro estadio, se trata de la participación en la vida divina, de ahí que, incluso en el estadio presente del hombre, esa vida se llame «vida eterna» (v. 24). «Cristo, “el primogénito de entre los muertos” (Col 1,18), es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cfr Rm 6,4), más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (cfr Rm 8,11)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 658).
Con los vv. 25-30 se cierra la primera parte del discurso de Jesús. Para entender las afirmaciones que aquí hace hay que tener presente que Él, por ser una única Persona (divina), un solo sujeto de operaciones, un único Yo, expresa en palabras humanas no sólo los sentimientos que tiene como hombre, sino también la realidad más profunda de su ser: es el Hijo de Dios, tanto en su eterna generación por el Padre, como en su generación en el tiempo al asumir la naturaleza humana.
En la segunda parte del discurso (vv. 31-40), Jesús, ante la posible objeción de los judíos de que el testimonio de una persona en su propia causa no es suficiente (cfr Dt 19,15), explica que sus palabras están avaladas por cuatro testimonios: el de Juan Bautista (vv. 32-36; cfr 1,34), el de los milagros (v. 36; cfr 2,1-12; 4,46-54; 5,1-18; etc.), el del Padre (vv. 37-38; cfr 1,31-34; 12,28-30), y el de las Escrituras (v. 39). Jesús les invita a escudriñar las Escrituras, la Palabra de Dios, porque desde ellas podrían descubrir el sentido de lo que está sucediendo —lo que Él dice y hace— si no se cierran en sus propios perjuicios. «El fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal, y de su reino mesiánico, anunciarla proféticamente (cfr Lc 24,44; Jn 5,39; 1 P 1,10), representarla con diversas imágenes (cfr 1 Co 10,11) (…). Por eso los cristianos deben recibir estos libros [Antiguo Testamento] con devoción, porque expresan un vivo sentido de Dios, contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación» (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 15).
Finalmente (vv. 41-47), Jesús echa en cara a sus oyentes tres impedimentos que tienen para reconocerle como el Mesías e Hijo de Dios: la falta de amor a Dios, la búsqueda de la gloria humana y la interpretación interesada de los textos sagrados. Para reconocer quién es de verdad Cristo, se necesitan mejores disposiciones: «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios… —Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego… no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 212).