La práctica de la humildad - León XIII
Presentación
El mes de febrero de 1878 moría santamente en Roma Pío IX, a la edad de 86 años, después de un fecundo pontificado de treinta y un años, el más largo que registran los anales del Papado. Al décimo día de su muerte el Sacro Colegio Cardenalicio se reunía en Cónclave y en el tercer escrutinio, setenta y dos horas más tarde, elegía al sucesor de Pío IX, el Cardenal Vicente Joaquín Pecci, que tomaría el nombre de León XIII. Con este Papa se abría una nueva etapa en la historia de la Iglesia. Privados los Romanos Pontífices del carácter de príncipes temporales que durante siglos les había acompañado, vivirían desde entonces únicamente por la Iglesia y para la Iglesia como padres espirituales del Pueblo de Dios.
León XIII contaba 68 años de edad al subir al trono pontificio, y Dios le concedería aún 25 más, que el Papa iba a dedicar, sin escatimar esfuerzo y sacrificio, a una intensísima actividad pastoral, apostólica y diplomática, con infatigable amor y espíritu de servicio a la santa Iglesia. En julio de 1903, luego de recibir con gran piedad la Unción de los Enfermos y tras una brevísima agonía, León XIII terminaba serenamente su largo peregrinar en esta tierra a la edad de 93 años. La Iglesia perdía un hombre que, con palabras de uno de sus biógrafos, «había sido para toda la humanidad una gran luz» (Ferdinand Hayward, Biografía de León XIII, Ed. Luis de Geralt, Barcelona 1951, p. 335).
Años atrás, mucho tiempo antes de ser elegido Papa, Gioacchino Pecci había sido nombrado obispo de Perugia y durante treinta y dos años había ocupado la silla episcopal de aquella ciudad. Desde el principio de su gobierno en esa diócesis, el año 1846, Mons. Pecci había impulsado con gran celo una fecunda labor de instrucción científica, moral y religiosa en todas las clases de la sociedad, pero principalmente entre los sacerdotes. Con particular energía y afecto se preocupó de la formación de su clero, concediendo una especial atención al seminario diocesano, mejorando el programa de estudios, creando nuevas cátedras y proveyéndolas con los mejores profesores, como también dirigiendo a los sacerdotes frecuentes exhortaciones pastorales y publicando diversos escritos orientados a su perfeccionamiento moral.
Fue precisamente en aquel período de su vida cuando, por mandato suyo, se realizó la primera edición italiana del escrito que ahora presentamos con el título de “La práctica de la humildad”.
Se ha discutido –y aún hoy no se ha llegado a una conclusión final– si esta obra fue escrita en su totalidad por Gioacchino Pecci, o si más bien se trata de un escrito inédito hasta entonces y de autor anónimo que, por la riqueza espiritual de su contenido, el futuro Papa recopiló y publicó añadiendo tan sólo una “Introducción” de su propia pluma. Sea cual fuere la realidad al respecto, lo que sí resulta patente es el gran valor doctrinal y ascético de los conceptos vertidos en el libro y la importancia primordial que el Obispo daba a la práctica de la humildad como medio indispensable para alcanzar una sólida vida cristiana. Así lo hizo constar en la Introducción citada con estas palabras: «¿Queréis levantar el edificio de las virtudes cristianas?, sabed que es de una altura inmensa: procurad echar los cimientos muy hondos con la humildad».
El libro en realidad no pretende ni constituye un tratado teológico, ni puede considerarse como un estudio erudito y sistemático sobre dicha virtud. Su carácter es distinto. Se trata de un selecto conjunto de consejos prácticos sobre la humildad, aplicables a la vida ordinaria de todo cristiano. Son señalamientos profundos y claros para guiar certeramente la conducta humana hacia los ideales de santidad que Cristo nos propone, a través de las diversísimas situaciones personales en que cada alma puede encontrarse, y en las múltiples y variadas relaciones del ser humano con sus hermanos los hombres.
La naturaleza del libro es ascética. Presenta una amplia gama de advertencias e invitaciones que reflejan el celo ardiente del Pastor, urgido por el deber de conducir a su grey y persuadido íntimamente de que la humildad es imprescindible para lograr el éxito en el negocio más im- portante que cada hombre tiene entre manos: la salvación de su alma.
Sus consejos son exigentes, difíciles de seguir –frecuentemente–, y en algunos casos demandan una virtud heroica, lo cual no debe sorprendernos, pues es bien sabido de todos que la humildad nunca ha sido virtud fácil de vivir: su ejercicio pide un genuino amor por la verdad, que lleve al hombre a la aceptación serena y sincera de su propia insignificancia y al reconocimiento honrado de sus numerosas miserias y errores. Exige, por otra parte, la superación magnánima del afán de dominio y del deseo íntimo de sobresalir y brillar por encima de los demás, para sustituirlos por una actitud de servicio hacia todos los que nos rodean siguiendo el ejemplo de Cristo.
Ser humilde, por todo ello, cuesta mucho, y resulta solución fácil renunciar al intento de andar por ese camino. Sin embargo, quien con apoyo en la gracia divina y ánimo generoso se decide a luchar por recorrer esa senda, no se arrepentirá nunca de haberlo hecho.
Los frutos de la humildad son una recompensa inmensamente grande que lleva a descubrir la infinita bondad y misericordia de Dios, que no rechaza al hombre a pesar de sus ofensas y su pequeñez, abriendo así un cauce amplio para poder convertir la vida entera en oración y alabanza agradecida y gozosa a Él. Asegura, por otra parte, el mérito de las buenas obras al conducirnos a no buscar la propia gloria sino la de Dios. De esta manera el mérito se irá acumulando hasta formar un tesoro incorruptible para la vida eterna, en lugar de quedar reducido a las cenizas de una efímera satisfacción pasajera.
Además conduce gradualmente al hombre al olvido de sí mismo, y lo va capacitando para vivir el verdadero amor al prójimo con aquella caridad que San Pablo describe con fuerza en su primera carta a los Corintios: «La caridad es magnánima, es benigna: no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (13, 4-7).
Finalmente, la humildad comunica a quien la vive un optimismo irreductible y una permanente audacia apostólica que derivan directamente de haber aprendido a no apoyarse en las propias fuerzas, sino en la ayuda divina; la persona humilde cuenta siempre con Dios y confía en Él, y de esta manera puede repetir con verdad las palabras del Apóstol: «Continuaré gozándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo [...], pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 2, 9-10).
Terminemos esta breve presentación recordando, como síntesis, aquella invitación del Divino Maestro dirigida a sus discípulos de todos los tiempos: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29).
Ojalá que cada uno de nosotros sepa escucharlo y poner por obra su consejo.
Ignacio Campero Alatorre, Pbro.
El Libro
Siendo Obispo de Perugia el que luego sería el Papa Pecci (S.S. León XIII), apareció, por mandato suyo, la primera edición italiana de La práctica de la humildad.
Aunque todas las ediciones aparecidas (tanto italianas como españolas) lo hacen bajo su nombre, no está totalmente claro que la obra se deba a su pluma.
Aún cuando fuera cierto, como afirman algunos, que a León XIII únicamente se debe la Introducción, el resto de su contenido debió ser profundamente conocido, meditado y, recopilado por él.
Se trata de 60 puntos que constituyen un guión de cómo se debe vivir para conseguir la virtud de la humildad. “No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias” (punto VII). Este procedimiento directo, al alcance de cualquier mano, tuvo necesariamente que influir en la vida de Joaquín Pecci, hasta el punto de que cabe dudar de si transcribió al libro la experiencia del ejercicio de su propia virtud o si aprendió en el manuscrito anónimo la práctica constante de la humildad.
Introducción
La humildad es el fundamento de la perfección cristiana, en la común opinión de los santos Padres. «Para llegar a ser grande —escribe san Agustín— hay que empezar haciéndose pequeño». ¿Queréis levantar el edificio de las virtudes cristianas? Es muy alto: procurad pues poner una base muy honda gracias a la humildad, porque quien quiere construir un edificio ha de excavar los cimientos en proporción a su tamaño y a la altura a que quiere levantarlo (Cfr. I Cor. 4,7).
Este librito que os dedicamos, hijos queridísimos, os enseñará a practicar la humildad, es decir, os enseñará a poner los cimientos de la perfección cristiana. Considerad, pues, la importancia que tiene para vosotros que estáis obligados a ser perfectos como vuestro Padre celestial (Cfr. Mat. 5, 48); por lo cual estamos seguros de que nuestro regalo os agradará, como nueva prenda del amor que os tenemos, y, sobre todo, como medio eficacísimo para la salvación de vuestras almas, que es el negocio más importante que tenéis entre manos.
Un último motivo nos ha movido a aconsejaros este libro: el fin de la carrera eclesiástica que habéis emprendido. Fin que consiste no solo en alcanzar vuestra santificación, sino también en promover la de los demás, ensanchando el reino de Cristo con los mismos medios que Él empleó en su vida mortal, y la humildad de corazón fue su principal distintivo. Con esto podréis vencer la soberbia del mundo y sembrar en todos los corazones la mortificación y la humildad de la Cruz. Y —ya que Jesucristo quiso hacer antes de enseñar— si, a ejemplo suyo, vosotros llegáis al ministerio sacerdotal ya formados en la práctica de la humildad, de ese inagotable manantial de todas las virtudes brotarán las palabras de aliento, de estímulo, de celo, que confirmarán a los justos en la santidad y atraerán, a los que están en el vicio y la perdición, hasta el camino de las virtudes y la salud.
Sed, por lo tanto, cada uno de vosotros ese discípulo que va recibiendo de estas páginas que os dedicamos —como de un Maestro espiritual— las lecciones sobre la práctica de la humildad; y no olvidéis nunca, mis queridos hijos, que el mayor consuelo que nos podéis dar es que seáis humildes, mansos y obedientes. Confiando en veros siempre así, y deseando que lo seáis realmente, al bendeciros a todos en el Señor os
exhortamos con todas nuestras fuerzas, una vez más, a que pongáis todo vuestro empeño en cumplir lo que este libro os aconseja.
Gioacchino cardenal Pecci,
obispo de Perugia.
La práctica de la humildad
Es una verdad de la que no cabe duda que no habrá misericordia para los soberbios, que las puertas de los cielos permanecerán cerradas para ellos; que el Señor solo las abrirá a los humildes. Para convencerse, basta con abrir la Sagrada Escritura, que nos enseña continuamente cómo Dios resiste a los orgullosos, humilla a los que se ensalzan; y cómo hay que hacerse semejantes a los niños para entrar en su gloria, que quien a ellos no se asemeje será excluido, y, finalmente, que Dios otorga su gracia únicamente a los humildes.
Nunca estaremos bastante convencidos de lo importante que es para los cristianos, esforzarse en practicar la humildad y el arrojar del alma toda presunción, toda vanidad, todo orgullo. No hay que ahorrar esfuerzo ni fatiga para salir airosos en una empresa tan santa; y, como es cosa que no se logra sin la ayuda de Dios, hay que pedirla con insistencia, sin jamás cansarse. El cristiano ha contraído en el bautismo la obligación de seguir los pasos de Jesucristo, que es el modelo con el que se debe conformar nuestra vida. Ahora bien, este divino Salvador ha vivido la humildad hasta el extremo de hacerse la vergüenza de la tierra, para abajar lo más elevado y curar la llaga de nuestro orgullo, enseñándonos con su ejemplo el único camino que lleva al cielo. Esta es, para hablar con propiedad, la lección más importante del Salvador: Discite a me (Mat. 11, 29. Aprended de mí).
Tú, pues, oh discípulo de este divino Maestro, si quieres adquirir esta perla preciosa, que es la prenda más segura de santidad y la señal más cierta de predestinación, recibe dócilmente los avisos que te voy a dar y ponlos fielmente en práctica.
1. Abre los ojos del alma y considera que no tienes nada de que gloriarte. Tuyo solo tienes el pecado, la debilidad y la miseria; y, en cuanto a los dones de naturaleza y de gracia que hay en ti, solo a Dios —de quien los has recibido como principio de tu ser— pertenece la gloria.
2. Concibe un sentimiento profundo de tu nada y hazlo crecer de forma continua en tu corazón, a despecho del orgullo que te domina. Persuádete, en lo más íntimo de ti, de que no hay en el mundo cosa más vana y ridícula que querer ser valorado por dotes que has recibido en préstamo de la gratuita liberalidad del Creador, puesto que —como dice el Apóstol— si las has recibido, ¿por qué te glorías como si no las hubieses recibido?
3. Piensa con frecuencia en tu debilidad, en tu ceguera, en tu bajeza, en tu dureza de corazón, en tu sensualidad, en la insensibilidad ante Dios, en el apego a las criaturas y en tantas otras malas inclinaciones que nacen en tu naturaleza corrompida; y que esto te lleve a abismarte de continuo en tu nada y a hacerte muy pequeño y bajo a tus ojos.
4. Imprime en tu alma el recuerdo de los pecados de la vida pasada; convéncete de que el pecado de soberbia es un mal tan abominable que cualquier otro —en la tierra o en el infierno— es muy pequeño en comparación con él; este pecado fue el que hizo prevaricar a los ángeles en el cielo y los precipitó a los abismos; fue el que corrompió a todo el género humano y desencadenó sobre la tierra la infinita multitud de males que durarán tanto como dure el mundo, como dure la eternidad. Por otra parte, un alma cargada de pecados es solo digna de odio, de desprecio, de tormento. Mira qué estima puedes tener de ti después de tantos pecados de los que eres culpable.
5. Considera, además, que no hay delito —por enorme y detestable que sea— hacia el que no se incline tu malvada naturaleza y del que no puedas verte reo; y que solo por la misericordia de Dios y por el auxilio de su gracia te has librado hasta el día de hoy de cometerlo (conforme a la sentencia de san Agustín, de que no hay pecado en el mundo que el hombre no pueda cometer, si la mano que le hizo dejara de sostenerlo, Solil. XV). Así, lamenta interiormente un estado tan despreciable y resuelve firmemente contarte entre los peores pecadores.
6. Piensa a menudo que antes o después has de morir, y que tu cuerpo se pudrirá en el sepulcro; ten siempre ante los ojos el tribunal inexorable de Jesucristo, delante del cual todos necesariamente hemos de presentarnos; medita en los eternos dolores que esperan a los condenados y en especial a los que imitan a Satanás, que son los soberbios. Piensa seriamente que el velo impenetrable que esconde los juicios divinos al ojo mortal te impide conocer si serás, o no, del número de los réprobos que, en compañía de los demonios, serán arrojados por toda la eternidad a aquel lugar de tormentos siendo víctima por siempre del fuego que enciende el soplo de la ira divina. Esta incertidumbre te será útil para mantenerte en una profunda humildad y para inspirarte un saludable temor.
7. No pienses que adquirirás la humildad sin las prácticas que le son propias: los actos de mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio a ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de contrición por tus pecados, y de tantos otros; porque estas son las armas que destruirán en ti el reino del amor propio, ese terreno despreciable de donde brotan todos los vicios y donde se alinean y crecen a placer tu orgullo y presunción.
8. Mantente en silencio y recogimiento mientras te sea posible; pero que esto no vaya en perjuicio del prójimo; y, si tienes que hablar, hazlo con contención, con modestia y con sencillez. Y si sucediera que no te escuchan —por manifestar desprecio o por otra causa—, no te disgustes; acepta esta humillación y súfrela con resignación y ánimo tranquilo.
9. Evita cuidadosamente las palabras altaneras, orgullosas o que parezcan una pretensión de cierta superioridad; evita también las frases estudiadas y las palabras
irónicas; calla cuanto pueda darte fama de persona graciosa y que merece de estimación. En una palabra, no hables nunca de ti sin justo motivo y evita todo aquello que te pueda cosechar honras y alabanzas.
10. En las conversaciones no te rías de los demás ni los zahieras con palabras y sarcasmos; huye de todo lo que huela a espíritu mundano; y no hables de cosas espirituales como un maestro que da lecciones, a no ser que tu cargo o la caridad lo pidan; conténtate con preguntar a persona docta que pueda aconsejarte, porque el querer dárselas de maestro sin necesidad es echar leña al fuego del alma, que se consume ya en humo de soberbia.
11. Reprime con toda energía la curiosidad vana e inútil; por eso, no te afanes demasiado por ver las cosas que en el mundo tienen por bellas, raras y extraordinarias; esfuérzate, en cambio, por saber cuál es tu deber y lo que puede aprovecharte para tu salvación.
12. Muestra siempre un gran respeto y reverencia hacia tus superiores, una gran estima y cortesía hacia tus iguales y una gran caridad hacia los que están por debajo; convéncete que el obrar de otro modo solo puede ser efecto de un espíritu que está dominado por la soberbia.
13. Conforme a lo que dice el Evangelio busca siempre el último lugar, con el convencimiento sincero de que —precisamente por serlo— es el que más te conviene. Del mismo modo, en las necesidades de la vida no apuntes demasiado alto ni en tus deseos ni en tus preocupaciones; conténtate con cosas sencillas y modestas, que son las que están más de acuerdo con tu poquedad.
14. Si fallan los consuelos temporales y Dios te quita los espirituales, piensa que siempre has tenido más de los que merecías; conténtate con lo que el Señor te da.
15. Cultiva siempre dentro de ti la santa costumbre de acusarte, reprenderte y condenarte. Sé juez severo de todas tus acciones, que van siempre acompañadas de mil defectos y de las constantes pretensiones del amor propio. Ten a menudo un justo desprecio de ti al verte en tu comportamiento tan falto de prudencia, de sencillez y de pureza de corazón.
16. Evita como un mal gravísimo juzgar la conducta del prójimo; por el contrario, interpreta con benignidad sus palabras y obras, buscando con industriosa caridad razones con que excusarlos y defenderlos. Y si fuera imposible la defensa —por ser muy evidente el fallo cometido—, procura atenuarlo cuanto puedas atribuyéndolo, según las circunstancias, a inadvertencia, a sorpresa, o a alguna cosa semejante; al menos, no pienses más en ello, a no ser que tu cargo te exija que pongas remedio.
17. Nunca contradigas a nadie en la conversación cuando se trate de temas dudosos que pueden tomarse afirmativa o negativamente [Hoy diríamos «en los temas opinables»]. No te acalores en las discusiones y si tu opinión la estiman falsa o menos buena, cede modestamente y calla con humilde silencio. Cede y observa el mismo proceder en las cosas que carecen de importancia, aun cuando estés cierto de lo falso de la opinión contraria. En las ocasiones en que sea necesario defender la verdad, actúa con energía, sí; pero sin furor ni despecho; y quédate seguro de que obtendrás más éxito con la dulzura que con el ímpetu o el desdén.
18. No ocasiones molestias a nadie, por bajo que esté, ni de palabra, ni de obra, ni con tu comportamiento, a no ser que te lo exijan el deber, la obediencia o la caridad.
19. Si alguien te fastidia con frecuencia e intencionadamente te mortifica a menudo con injurias y con ultrajes, no te enfades. Por el contrario, míralo como un instrumento del que se sirve la misericordia de Dios para tu bien, porque quiere curar de este modo la llaga inveterada de tu orgullo.
20. La ira es un vicio aborrecible en toda clase de personas —más en las que se dicen religiosas— y debe su violencia al orgullo que la sustenta; esfuérzate, por consiguiente, en acumular un caudal de dulzura a fin de que, cuando te ultrajen, por honda que sea la herida de la injuria, seas capaz de conservar la calma. En esas ocasiones no alimentes ni conserves en tu corazón sentimientos de odio o de venganza para el que te ofendió; antes bien, discúlpale de corazón, convencido de que no hay mejor disposición que esta para alcanzar de Dios el perdón de las injurias que tú le has hecho. Este humilde sufrimiento te cosechará muchos méritos para el cielo.
21. Sufre con paciencia los defectos y la fragilidad del prójimo, teniendo siempre ante los ojos tu propia miseria por la que tú has de ser también compadecido por los demás.
22. Muéstrate manso y humilde con todos, y especialmente con aquellos hacia los que sientes una cierta repugnancia y aversión; no digas como algunos: «Dios me libre de sentir odio hacia aquella persona, pero no quiero verla a mi lado ni tener trato con ella». Esta repugnancia tiene su origen en la soberbia y en no haber vencido con las armas de la gracia la naturaleza orgullosa ni el amor propio; porque si se abandonaran a las mociones de la gracia sentirían esfumarse —a impulsos de una verdadera humildad— todas las dificultades que encuentran, y soportarían con paciencia aun a caracteres más duros y ásperos.
23. Si te sobreviene alguna contradicción, bendice al Señor, que dispone las cosas del mejor posible; piensa que las has merecido, que merecerías todavía más, y que no eres digno de ningún consuelo; podrás pedir con toda simplicidad al Señor que te libre de ella, si así le place; pídele que te dé fuerzas para sacar méritos de esa contrariedad. En esas cruces no busques los consuelos exteriores, especialmente si te das cuenta de que Dios te las manda para humillarte, para debilitar tu orgullo y presunción. En medio de ellas debes decir con el Rey Profeta: ¡Cuán bueno ha sido para mí, Señor, que me hayas humillado, porque así he aprendido tus mandatos! (Ps. 118, 71).
24. En la comida no debes sentir disgusto cuando los alimentos no son de tu agrado; haz como los pobres de Jesucristo, que comen de buen grado lo que les dan y dan las gracias a la Providencia.
25. Si, por error, alguien te reprende y te dice expresiones duras, o si censura tu conducta un inferior o alguien que merece mayor reprensión que tú y que debería más bien ocuparse de sus cosas, no desprecies sus indicaciones, no rechaces sus consejos, ni dejes de examinar con calma —y a la luz de Dios— tu conducta. Y todo ello con el íntimo convencimiento de que caerías a cada paso si la gracia de Dios no te preservara.
26. Nunca desees ser amado de una manera singular. Puesto que el amor depende de la voluntad y la voluntad está inclinada al bien por naturaleza, ser amado y ser amado como bueno, es la misma cosa; por tanto, el afán de ser estimado por encima de los demás no es conciliable con una sincera humildad. ¡Qué gran fruto obtendrás si obras así! Tu alma, sin mendigar el amor de las criaturas, se refugiará en las sagradas llagas del Salvador; allí, en el Corazón adorable de Jesús, experimentarás las indecibles dulzuras divinas, y —habiendo renunciado generosamente por Él al amor de los hombres— podrás gustar en abundancia la miel de los consuelos divinos, que te serían negados si hubieses sido presa de la falsa y engañosa dulzura de los consuelos terrenos; porque los consuelo divinos son tan puros y sinceros que no pueden ser mezclados con los consuelos de aquí abajo, y somos inundados por aquellos en la medida en que nos despojamos de estos. De otra parte, tu alma podrá volverse libremente hacia Dios y reposar en Él con el pensamiento de su presencia y de sus perfecciones infinitas. Por último, no habiendo cosa más dulce que amar y ser amado, si te privas de este placer por amor de Dios, y Dios se posesiona de tu corazón, no dividido por el amor de otra criatura, ofrecerás un sacrificio muy acepto a Dios, y no temas que obrando así se vaya a enfriar tu amor al prójimo, porque no le amarás por interés —por seguir tu inclinación— sino tan solo por dar gusto a Dios, haciendo lo que sabes que le agrada.
27. Haz todo, por pequeño que sea, con mucha atención y con el máximo esmero y diligencia; porque el hacer las cosas con ligereza y precipitación es señal de presunción; el verdadero humilde está siempre en guardia para no fallar ni en las cosas más menudas. Por la misma razón, practica siempre los ejercicios de piedad más corrientes y huye de las cosas extraordinarias que te sugiere tu naturaleza; porque así como el orgulloso quiere siempre singularizarse, el humilde se complace en las cosas ordinarias y corrientes.
28. Convéncete de que no eres buen consejero de ti mismo y, por eso, teme y desconfía de tus opiniones que tienen, quizá, una raíz mala y corrompida. Con este convencimiento, aconséjate, en lo posible, de hombres sabios y de buena conciencia; así, prefiere ser gobernado por alguien que sea mejor, más que seguir tu propio parecer.
29. Por alto que sea el grado de gracia y de virtud a que hayas llegado, por grande que sea el don de oración que Dios te haya concedido, aunque hayas vivido durante mil años en la inocencia y en el fervor de la devoción, debes caminar siempre con temor y desconfiar de ti mismo, en especial en materia de castidad: no olvides que llevas dentro de ti un fomes [inclinación al pecado] inextinguible y una fuente inagotable de pecados; piensa que eres todo debilidad, inconstancia, infidelidad. Estate siempre en guardia sobre ti; cierra los ojos para no ver ni sentir lo que podría manchar tu alma; huye siempre de las ocasiones peligrosas; evita las conversaciones inútiles con personas del otro sexo y, en las necesarias, mantente en la más escrupulosa modestia y sujeción; finalmente, puesto que sin la gracia de Dios no puedes hacer nada bueno, pídele continuamente que tenga misericordia de ti y que no te deje solo ni un instante.
30. ¿Has recibido de Dios grandes talentos? ¿Eres, por ventura, un grande del mundo? Esfuérzate en conocerte tal como eres y procura persuadirte de tu debilidad, de
tu incapacidad y de tu nada; debes hacerte más pequeño que un niño; no busques las alabanzas de los hombres, ni ambiciones honores; por el contrario, rechaza las unas y los otros.
31. Si te hacen una injuria o te ocasionan algún disgusto grave, en vez de indignarte con quien te ha ofendido, alza los ojos al cielo y mira al Señor, quien —con su infinita y amable providencia— lo ha permitido para que expíes por tus pecados o para destruir en ti el espíritu de soberbia, obligándote a hacer actos de paciencia y de humildad.
32. Cuando se te presente la ocasión de prestar al prójimo algún servicio bajo y abyecto, hazlo con alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás grandes tesoros de virtud y de gracia.
33. No te preocupes por aquellas cosas que no están a tu cuidado y de las que no tienes que rendir cuenta ni a Dios ni a los hombres; porque el ocuparse de ellas es signo de secreta soberbia y de vana presunción, alimenta y hace crecer la vanidad y es causa de mil preocupaciones, inquietudes y distracciones. Por el contrario, si te atiendes solo a ti y a tu deber, hallarás un manantial de paz y de tranquilidad, según las palabras de la Imitación de Cristo: No te entrometas en lo que no te han encomendado; así podrá suceder que pocas veces, o muy de tarde en tarde, te turbes (Lib. III, cap. 25).
34. Si haces alguna mortificación extraordinaria procura preservarte del veneno de la vanagloria que destruye a menudo todo su mérito; hazla tan solo porque va contra un pecador que viviría, si no, según su capricho; y también por tantas deudas como tienes que saldar ante la justicia divina. Considera que los actos de penitencia te son tan necesarios para detener la violencia de tus pasiones y mantenerte dentro de los límites del deber, como la brida y el freno para domar un caballo impetuoso.
35. Cuando sientas el aguijón de la impaciencia y seas presa de la tristeza en tus contradicciones y humillaciones, resiste con fortaleza esa tentación, acordándote de tantos pecados por los que mereciste castigos mucho más duros de los que estás sufriendo. Adora la justicia infinita de Dios y recibe respetuosamente sus golpes, que son para ti fuentes de misericordia y de gracia. Si pudieses comprender cuan saludable es ser herido en esta miserable vida por la mano de un Padre tan dulce como es Dios, te abandonarías por completo en sus manos. Di a menudo con san Agustín: Quema y arranca de mí en esta vida todo lo que quieras, no perdones nada ni me ahorres ningún sufrimiento, con tal que me perdones y me los ahorres todos en la eternidad. Rehusar los malos tragos es rebelarse contra la saludable justicia de nuestro Dios, es rechazar el cáliz que misericordiosamente nos brinda, y en el que el mismo Jesucristo, aunque inocente, quiso beber el primero.
36. Si cometes alguna falta que sea motivo para que te desprecie quien la presenció, siente un vivo dolor por haber ofendido a Dios y por haber dado un mal ejemplo al prójimo, y acepta la deshonra como un medio que Dios te envía para que expíes tu pecado y para hacerte más humilde y virtuoso. Si, al contrario, el verte deshonrado te duele y te entristece, es que no eres humilde de verdad, que estás todavía envenenado por la soberbia. Pídele en este caso al Señor, con mucha insistencia, que te cure y te libre de ese veneno, porque si Dios no se apiada de ti caerás en otros abismos.
37. Si entre los que te rodean hay alguno que te parece despreciable, obrarás sabia y prudentemente si, en vez de publicar y censurar sus defectos, te fijas en las buenas cualidades —naturales y sobrenaturales— de que Dios le ha dotado, y que le hacen digno de respeto y honor. Al menos, ve siempre en él a una criatura de Dios, formada a su imagen y semejanza, rescatada con la Sangre preciosa de Jesucristo, un cristiano marcado con la luz del rostro de Dios, un alma capaz de verle y poseerle por toda la eternidad, y quizá un predestinado por el consejo secreto de su adorable providencia.
¿Sabes tú, acaso, las gracias que el Señor ha derramado sobre él, o las que va a derramar? Pero, sin entrar en más averiguaciones, lo mejor será rechazar de inmediato todos esos pensamientos de desprecio que son inspiraciones venenosas del tentador.
38. Cuando te alaben, en vez de llenarte de vanagloria, considera si esas alabanzas no serán la recompensa de lo poco bueno que has hecho. Evoca interiormente tu miseria merecedora del desprecio de los demás, y procura cortar la conversación, no para cosechar más alabanzas —como los soberbios que fingen ser humildes— sino con un tacto y discreción que no permitan que se vuelvan a acordar de ti. Y si no lo consigues, refiere a Dios todo el honor y toda la gloria, diciendo con Baruch y Daniel: A ti, Señor, toda honra y gloria, y a nosotros, la vergüenza y el oprobio (Bar. 1, 5).
39. En la misma proporción en que te causen disgusto las alabanzas que te dispensen, debes experimentar alegría por los elogios y honores hechos a los demás y, por tu parte, debes contribuir a honrarles en la medida en que la franqueza y la verdad te lo permitan. Los envidiosos no soportan las glorias del prójimo porque estiman que van en disminución de las propias; precisamente por esto deslizan hábilmente en las conversaciones ciertas palabras ambiguas o frases con doble sentido dirigidas a menguar o a hacer dudosos los méritos que, con resentimiento por su parte, adornan a los demás. Tú no obres así porque, alabando a tu prójimo, alabas simultáneamente al Señor y le agradeces los dones que distribuye y los beneficios que se pueden obtener para Su servicio.
40. Cuando difamen al prójimo siente un verdadero dolor, y busca una excusa para el maldiciente; pero tienes que salir en defensa de la persona que es blanco de la murmuración y, con tal destreza, que tu defensa no se convierta en una segunda acusación; así, insinuarás sus cualidades, o pondrás de relieve la estima que merece a otros y a ti mismo, o bien cambiarás hábilmente de conversación o pondrás de manifiesto tu desagrado. Obrando de esta manera, te harás un gran bien a ti mismo, al maldiciente, a los oyentes y a aquel de quien se estaba hablando. Pero si tú —sin hacerte la más mínima violencia— te complaces en ver a tu prójimo humillado y te disgustas cuando lo ensalzan, ¡cuánto te falta aún para alcanzar el incomparable tesoro de la humildad!
41. No habiendo nada más provechoso para avanzar espiritualmente que ser advertido de los propios defectos, es muy necesario y conveniente que los que te hayan hecho alguna corrección se sientan estimulados por ti a obrar lo mismo en otra ocasión. Después de haberlas recibido con muestras de alegría y agradecimiento, imponte como un deber seguirlas, no solo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para
hacerles ver que su preocupación no ha sido infructuosa y que valoras sus esfuerzos. Él soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; el verdadero humilde tiene a honra someterse a todos por amor de Dios, y observa los sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, sea cual sea el instrumento de que Él haya querido servirse.
42. Abandónate completamente en manos de Dios siguiendo las disposiciones de su amable Providencia, como un hijo cariñoso se abandona en los brazos de su padre. Déjale hacer lo que Él quiera, sin turbarte o inquietarte por lo que pueda suceder; acepta con alegría, con confianza y con respeto todo lo que venga de Él. Obrar de otro modo sería una ingratitud hacia la bondad de su Corazón, sería desconfiar de Él. La humildad nos abisma de manera infinita en el ser infinito de Dios; pero al mismo tiempo nos enseña que en Dios está toda nuestra fortaleza y todo nuestro consuelo.
43. Es evidente que sin Dios no puedes hacer nada bueno, que sin Él caerías a cada paso y la más mínima tentación te vencería; reconoce tu debilidad e impotencia para practicar el bien y no olvides que para todas tus acciones necesitas, siempre, del concurso divino. Que la consideración de esta verdad te mantenga inseparablemente unido a Él, como un niño que —no conociendo otro refugio— se aprieta contra el seno de su madre. Repite con el Profeta: Si el Señor no me hubiera ayudado, mi alma habitaría en la región del silencio (Ps. 93, 17), y: mírame y apiádate de mí, porque estoy solo y desvalido (Ps. 24, 16); oh Dios, ven en mi auxilio, apresúrate a ayudarme (Ps. 69, 1). No dejes de dar gracias a Dios de todo corazón, sobre todo por los cuidados con que te rodea, y pídele en todo momento que no te falte la ayuda que solo Él te puede dar.
44. Acude a la oración persuadido de tu indignidad y bajeza, y lleno de un temor sagrado por la presencia de la suprema Majestad cuya protección te atreves a implorar.
¿Hablaré a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza? (Gén. 18, 27). Si recibes algún favor extraordinario, júzgate indigno de él y piensa que Dios te lo ha concedido por su largueza y misericordia. No te complazcas tontamente atribuyéndolo a tus méritos. Si no recibes ningún don señalado, no te muestres descontento; considera que te queda mucho por hacer para merecerlo, y que Dios tiene mucha bondad y paciencia al permitir que estés a sus pies; como el mendigo que permanece durante horas enteras a la puerta del rico para alcanzar una pequeña limosna que remedie su miseria.
45. Da gloria a Dios por el feliz éxito de los asuntos que te han sido encomendados, y no te atribuyas más que los fallos que haya podido haber; solo estos te pertenecen: todo lo bueno es de Dios y a Él se debe la gloria y gratitud. Graba con tal fuerza en tu alma esta verdad, que nunca más se te borre; piensa que cualquier otro que hubiera tenido la gracia que tuviste lo hubiera hecho mucho mejor y no habría cometido tantas imperfecciones. Rechaza las alabanzas que te hagan por el éxito obtenido, porque no se deben a un vil instrumento como tú, sino a Él, soberano Artífice, que, si así lo quiere, puede servirse de una vara para hacer brotar el agua de una roca (Cfr. Gén. 17, 1-7), o de un poco de tierra para devolver la vista a los ciegos y operar infinidad de milagros.
46. Si, por el contrario, van mal los asuntos que te han confiado, es muy de temer que el mal resultado lo tengas que atribuir a tu ineptitud y negligencia. Tu amor propio y
tu soberbia —acérrimas enemigas de cualquier humillación—, querrían echar la culpa a los demás y, si no lo consiguen, intentarán al menos disminuirla. Pero tú no secundes sus malas inclinaciones, examina tu conducta en conciencia y —temiendo haber fallado en algo— cúlpate ante Dios y acepta la humillación como un castigo merecido. Si tu conciencia no te acusa de culpa alguna, acepta también las disposiciones divinas y piensa que quizá tus faltas anteriores y tu excesiva presunción han alejado de ti las bendiciones del cielo.
47. Si al comulgar tu corazón se inflama de amor divino, tu alma debe llenarse de sentimientos de profunda humildad. ¿Cómo no asombrarte al considerar que un Dios infinitamente puro e infinitamente santo llegue a tales extremos de amor hacia una criatura miserable —como eres tú— y se te dé a Sí mismo en alimento? Asómate a las profundidades de tu indignidad; acércate con gran reverencia a la adorable santidad de Dios y, cuando a este amable Señor —que es todo amor— le plazca acariciarte, haciéndote partícipe de sus indecibles dulzuras, no disminuyas en nada el respeto debido a su infinita Majestad, no salgas nunca del lugar que te corresponde, que es la sumisión, la vileza y la nada; pero que ese sentimiento de pobreza y de miseria no te lleve a cerrar el corazón y a menguar la santa confianza que debes tener en tan celestial banquete; antes, por el contrario, debe hacerte crecer en amor a tu Dios que se humilla hasta convertirse en alimento de tu alma.
48. Ten con tu prójimo entrañas de caridad y un flujo constante de afabilidad y dulzura; busca, con avidez santa, la manera de ayudarle en todo; pero hazlo siempre por dar gusto al Señor. Examina bien los motivos que te impulsan a obrar a fin de descubrir las emboscadas que traman la vanidad y el amor propio; solo a Dios debes referir todo el bien que hagas, porque has de saber que es gran ganancia mantener oculta y secreta una obra buena de modo que solo Dios la conozca; si por tu descuido llega a ser conocida de los hombres, perderá casi todo su valor, como un hermoso fruto que los pájaros han empezado a picotear.
49. El saludable temor que has de tener de desagradar a Dios debe ir acompañado por una continua súplica, a fin de que no te deje caer e impida con su infinita misericordia un gran desastre. Este es el santo gemir del corazón —recomendado por los santos— que lleva a estar en guardia en todas nuestras acciones, a meditar en las verdades divinas, a despreciar las cosas temporales, a practicar la oración interior y a mantenerse alejado de todo lo que es ajeno a Dios. En una palabra, la fuente de la verdadera humildad y pobreza de espíritu; no la abandones nunca, y, en lo posible, pídela sin interrupción.
50. Un enfermo que ansía vivamente la curación procura evitar todo lo que pueda retrasarla; toma con miedo aun los alimentos más inofensivos y, casi a cada bocado, se detiene pensando si le sentarán bien; también tú, si deseas con todo el corazón curarte de la funesta enfermedad de la soberbia, si verdaderamente anhelas adquirir la virtud de la humildad, has de estar siempre en guardia para no decir o hacer lo que pueda impedírtelo; por esto, es bueno que pienses siempre si lo que vas a hacer te lleva o no a la humildad, a fin de hacerlo inmediatamente o a rechazarlo con todas tus fuerzas.
51. Otro motivo poderoso que ha de empujarte a practicar la hermosa virtud de la humildad es el ejemplo de nuestro divino Salvador, al cual debes conformar toda tu vida. Él ha dicho en el santo Evangelio: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt. 11, 29). Y, como advierte san Bernardo, ¿qué orgullo hay tan obstinado que no pueda ser abatido por la humildad de este divino Maestro? Se puede decir con toda verdad que solo Él se ha humillado realmente y se ha abajado; nosotros no nos abajamos, nos limitamos a ocupar el lugar que nos corresponde, porque siendo ruines criaturas, culpables de mil delitos, solo tenemos derecho a la nada y al castigo; pero nuestro Salvador Jesucristo se ha puesto por debajo del lugar que le corresponde. Él es el Dios omnipotente, el Ser infinito e inmortal, el Arbitro supremo de todo; sin embargo, se ha hecho hombre, débil y pasible, mortal y obediente hasta la muerte (Cfr. Fil. 2, 5). Se ha rebajado hasta lo ínfimo de las cosas. Aquel que es en el cielo la gloria y bienaventuranza de los ángeles y de los santos ha querido hacerse varón de dolores y ha tomado sobre sí las miserias de la humanidad (Cfr. Is. 49, 6 y ss); la Sabiduría increada y el principio de toda sabiduría ha cargado con la vergüenza y los oprobios del insensato; el Santo de los Santos y la Santidad por esencia ha querido pasar por un criminal y un malhechor; Aquel a quien adoran en el cielo los innumerables ejércitos de los bienaventurados ha querido morir sobre una Cruz; el Sumo Bien por naturaleza ha sufrido toda clase de miserias temporales. Después de tal ejemplo de humildad, ¿qué debemos hacer nosotros, polvo y cenizas? ¡Podrá parecemos dura alguna humillación a nosotros, pecadores miserables!
52. Considera también los ejemplos que nos han dejado los santos de la antigua y de la nueva Alianza. Isaías, profeta virtuoso y observante, se creía impuro delante de Dios, y confesaba que toda su justicia —es decir, sus buenas obras— eran como un paño sucio (Cfr. Is. 64, 6). Daniel, a quien el mismo Dios llamó santo, capaz de detener con su oración la cólera divina, hablaba a Dios como un pecador lleno de vergüenza y confusión. Santo Domingo —milagro de inocencia y santidad— había llegado a tal grado de desprecio hacia sí mismo, que creía atraer la maldición del cielo sobre las ciudades por las que pasaba; por ello, antes de entrar en cualquiera de ellas, se postraba rostro en tierra y decía entre sollozos: Yo os conjuro, Señor, por vuestra amabilísima misericordia, que no miréis mis pecados; para que esta ciudad que me va a servir de refugio no sufra los efectos de vuestra justísima venganza. San Francisco —que por la pureza de su vida mereció ser imagen de Jesús Crucificado— se tenía por el más perverso pecador de la tierra, y este pensamiento estaba tan grabado en su corazón que nadie se lo había podido arrancar, y lo razonaba diciendo que si Dios le hubiese concedido aquellas gracias al último de los hombres habría hecho de ellas mejor uso que él y no le habría pagado con tanta ingratitud. Otros santos se consideraban indignos del alimento que comían, del aire que respiraban y de los vestidos con que se cubrían; otros tenían por un gran milagro el que la misericordia divina los soportase sobre la tierra y no los precipitara en el infierno; otros se admiraban de que los hombres los tolerasen y que las criaturas no los exterminaran y aniquilaran. Todos los santos han abominado las dignidades, las alabanzas y los honores, y, por el gran desprecio que sentían hacia sí mismos, no deseaban sino las humillaciones y los oprobios. ¿Tal vez eres tú más santo que ellos?
¿Por qué, siguiendo su ejemplo, no te tienes por algo despreciable a tus ojos? ¿Por qué no buscas, como ellos, las delicias de la santa humildad?
53. Para avanzar más en esta virtud y endulzar y familiarizarte con las humillaciones, te sería muy provechoso representarte en la imaginación con frecuencia las ofensas que pudieras sufrir en el futuro, esforzándote en aceptarlas aun a costa de la naturaleza obstinada, como garantía del amor que Dios te tiene y como medio seguro de santificación. Para ello tendrás, tal vez, que sostener muchos combates; pero sé valiente y esforzado en la lucha hasta que te sientas firme y decidido a sufrirlo todo con alegría por amor de Jesucristo.
54. Que no pase un solo día sin hacerte los reproches que te podían dirigir tus enemigos, no solo para suavizarlos por anticipado, sino para humillarte y para despreciarte a ti mismo. Si después, en medio de la tempestad de alguna tentación violenta, te impacientas e interiormente te lamentas viendo cómo te prueba Dios, reprime pronto esos sentimientos, y piensa: ¿Puede quejarse un pecador ruin y miserable como yo de esta tribulación? ¿Acaso no he merecido castigos infinitamente más duros? ¿No sabes, alma mía, que las humillaciones y los sufrimientos son el pan con que te ha socorrido el Señor a fin de que te levantes —ya de una vez— de tu miseria y tu indigencia? Si lo rehúsas, te haces indigna de él y estás rechazando un rico tesoro, que tal vez te será quitado para dárselo a quienes hagan mejor uso de él. El Señor quiere hacerte del número de sus amigos y discípulos del Calvario, y tú, por cobardía, ¿vas a huir del combate? ¿Cómo quieres recibir la corona sin haber peleado? ¿Cómo pretendes el gremio sin haber sostenido el peso del día y del calor? Estas y otras consideraciones parecidas encenderán tu fervor y fomentarán en ti el deseo de llevar una vida de sufrimiento y de humillación semejante a la de nuestro Salvador Jesucristo.
55. Aunque en medio de desprecios y contradicciones conserves la paz y la alegría, no creas por esto haber alcanzado la humildad, ya que a menudo la soberbia solo está adormecida, y basta con que se despierte para que comience a hacer estragos. Sean tus armas —de las que nunca debes separarte— el propio conocimiento, el rechazo de las alabanzas y el amor a las humillaciones. Cuando hayas adquirido esta rica heredad no temas perderla ya, porque el así abajarse es el medio más seguro para conservar el don precioso de la humildad.
56. Si quieres que Dios te conceda más fácilmente ese beneficio, toma por abogada y protectora a la Santísima Virgen. San Bernardo nos ha dicho que María se ha humillado como ninguna otra criatura, y que siendo la mayor de todas, se ha hecho la más pequeña en el abismo profundísimo de su humildad. Gracias a esto, María ha recibido la plenitud de la gracia y se ha hecho digna de ser Madre de Dios. María es, al mismo tiempo, Madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en su seno materno; pídele que te alcance esa virtud que Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido (Cfr. Oración Acordaos), María se la pedirá a ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y —como María es omnipotente para su Hijo— puedes estar seguro de que será oída. Recurre a Ella ante cada una de tus cruces, en todas tus necesidades, en todas las tentaciones. Sea María tu
sostén, sea María tu consuelo; pero la principal gracia que debes pedirle es la santa humildad; no te canses de pedírsela hasta que te la conceda, y no tengas miedo de importunarla. ¡Cómo le gusta a María que la importunes por la salud de tu alma y para ser más grato a su divino Hijo! Pídele, finalmente, que te sea propicia. Se lo pedirás por su humildad, que fue la causa de ser elevada a la dignidad de Madre de Dios, y por esta Maternidad, que fue el fruto inefable de su humildad.
57. Acude, también, a los santos que más han destacado en esta virtud. A san Miguel, que hizo el primer acto de humildad (como Lucifer fue el primer soberbio); a san Juan Bautista que, aunque llegó a tanta santidad que le creyeron el Mesías, tenía tal concepto de sí mismo que se juzgaba indigno de desatar la correa de los zapatos del Señor; a san Pablo, el Apóstol privilegiado, que fue arrebatado al tercer cielo, y que, después de haber escuchado los arcanos de la divinidad, se tenía por el último de los apóstoles, hasta el punto de no merecer ni siquiera ese nombre (II Cor 12, 11); a san Gregorio papa, que, por escapar del Sumo Pontificado de la Iglesia, se esforzó más que los ambiciosos se esfuerzan en conseguir los mayores honores; a san Agustín, que, en la cima de la gloria que recibía de todos como santo Obispo y Doctor de la Iglesia católica, dejó en su admirable libro de las Confesiones y en el de las Retractaciones un monumento imperecedero de su humildad; a san Alejo, que, en la casa paterna, prefirió los desprecios y los ultrajes de sus servidores, a los honores y dignidades que fácilmente hubiera podido cosechar; a san Luis Gonzaga, que, siendo señor de un rico marquesado, renunció a él con alegría y cambió las grandezas del siglo por una vida humilde y mortificada; en fin, podrás recurrir a tantos y tantos santos que resplandecen por su humildad con luz muy viva en las festividades de la Iglesia. Todos estos humildes siervos de Dios intercederán en el cielo por ti, para que te cuentes en el número de los imitadores de su virtud.
58. La frecuencia en la Confesión y en la Comunión te proporcionará la ayuda más eficaz para perseverar en la práctica de la humildad. La Confesión, por la que revelamos a uno semejante a nosotros las miserias más secretas y vergonzosas de nuestra alma, es el acto de humildad más sublime que Jesucristo ha mandado a sus discípulos. La Santa Comunión, por la que recibimos en nuestro pecho a Dios hecho hombre y anonadado por amor nuestro, es una maravillosa escuela de humildad y un medio muy poderoso de adquirirla. ¿Cómo podrás dudar de que tu amable Jesús no te la vaya a dar cuando su Sagrado Corazón, tan manso y humilde, horno de amor y de caridad, repose sobre tu corazón, que se la está pidiendo con todo el fervor del alma? Acércate con la mayor frecuencia que puedas a recibir ese adorable Sacramento y —si lo haces con las disposiciones necesarias— hallarás siempre el maná escondido, reservado a los que de veras lo buscan.
59. A pesar de las dificultades que encuentres mantente siempre firme en las prácticas que hasta aquí te he enseñado, a pesar de la oposición que puedas encontrar en tu interior. No digas como los discípulos del Evangelio: dura es esta doctrina, ¿quién podrá practicarla? (Io. 6, 61). Yo te aseguro que todas las amarguras que experimentes al comienzo se convertirán muy pronto en indecibles dulzuras y consuelos celestiales. La
perseverancia en estos ejercicios te librará de mil angustias del alma e infundirá en tu corazón una paz y un sosiego que te harán gustar por adelantado del goce que el Señor tiene preparado en el cielo para sus fíeles servidores. Si por pereza dejas los medios necesarios para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento y te harás la vida imposible y, quizá, también a los demás y —lo que más importa— correrás el gran peligro de perderte eternamente; al menos se te cerrará la puerta de la perfección, ya que fuera de la humildad no hay otra puerta por la que se pueda entrar. Ármate, pues, de un santo atrevimiento para que nadie te pueda abatir; levanta la mirada y dirígela arriba, hacia Jesús Crucificado, que —cargado con su Cruz— te enseña el camino de la humildad y de la paciencia, que han recorrido ya muchos santos que reinan en el cielo con Él; mira cómo te anima a seguir su camino y el de los verdaderos imitadores de su virtud. Mira a los santos ángeles que ansían tu salvación, mira cómo te animan a que tomes la estrecha senda, la única segura, la única que conduce a la gloria y que nos hace ocupar los lugares del paraíso que dejó vacíos la soberbia de los ángeles rebeldes. ¿No oyes cómo los bienaventurados proclaman por todo el paraíso que la única vía que les ha permitido gozar de esa gloria inmensa es la de las humillaciones y sufrimientos? Contempla cómo gozan y se alegran contigo por esos primeros deseos que tienes de imitarlos; mira cómo te animan a no perder el ánimo. Ármate de fuerza y de valor para comenzar sin tardar esa gran obra. Acuérdate de que los sacrosantos juramentos que has hecho en el Bautismo, y tiembla ante el solo pensamiento de transgredir la santidad de las promesas que hiciste a Dios ese día. Son palabras de Cristo que el reino de los cielos sufre violencia (Mt. 11, 12). Bienaventurado mil y mil veces si, estando convencido de ello, te decides verdaderamente a practicar la humildad que te merecerá la eterna grandeza del paraíso.
60. Considera, por último, que nuestro divino Maestro aconsejaba a sus discípulos que se tuviesen por siervos inútiles aun después de haber hecho todo lo que les había sido mandado (Lc. 17, 10). De igual forma, tú —cuando hayas observado estos consejos con la máxima exactitud—, debes tenerte por siervo inútil; convéncete de que no lo debes ni a tus fuerzas y ni a tus méritos, sino a la bondad e infinita misericordia de Dios; dale gracias por tan gran beneficio de todo corazón. Pídele cada día que te conserve este tesoro hasta el momento en que tu alma —desligada de los lazos que la tenían atada a las criaturas— vuele libremente hacia el seno de su Creador para gozar allí, eternamente, de la gloria que está reservada a los humildes.