COMENTARIO

 Mt 1,18-25 

Jesús, sin ser hijo de José según la carne, es, sin embargo, el Mesías descendiente de David. En la genealogía ya se había indicado, pero ahora el evangelio explica cómo fue posible: es obra de Dios, pues Él es quien tiene la iniciativa llamando a José para ser esposo de María y padre del Niño. San José acepta con obediencia y, por designio divino, ejerce una verdadera paternidad sobre Jesús, imponiéndole el nombre y cuidando del Niño y de la Virgen. Así lo explica San Juan Crisóstomo: «No pienses que por ser la concepción de Cristo obra del Espíritu Santo, eres tú ajeno al servicio de esta divina economía. Porque si es cierto que ninguna parte tienes en la generación y la Virgen permanece intacta, sin embargo, todo lo que pertenece al oficio de padre sin atentar a la dignidad de la virginidad, todo te lo entrego a ti: ponerle nombre al hijo. Tú, en efecto, se lo pondrás. Porque, si bien no lo has engendrado tú, tú harás con él las veces de padre. De ahí que, empezando por la imposición del nombre, yo te uno íntimamente con el que va a nacer» (In Matthaeum 4,12).

«María, su madre, estaba desposada con José» (v. 18). Los desposorios —qiddûshîn, literalmente: «santificaciones», «consagraciones»— eran un compromiso de unión matrimonial, con los efectos jurídicos y morales del verdadero matrimonio (cfr Dt 20,7); de hecho, el adulterio de la desposada debía castigarse con la lapidación (cfr Dt 22,23-24). Al cabo de un año, o más, se celebraba el matrimonio —nissûîn— con la conducción de la esposa a la casa del esposo. El texto, con las indicaciones del v. 19, nos enseña hasta qué punto José era justo, con una justicia que iba más allá de la letra de los preceptos (cfr 5,20), pues su actitud equivalía a dejar a María libre de los compromisos de desposada. No es extraño que muchos autores —Orígenes, San Efrén, San Basilio, San Jerónimo, Santo Tomás de Aquino, etc.— interpretaran su gesto no como sospecha sino como señal de su intuición de una acción de Dios en María: «José se juzgaba indigno y pecador, y pensaba que no debía convivir con una mujer que le asombraba por la grandeza de su admirable dignidad. Él veía con temblor que Ella llevaba el signo cierto de la gestación de la divina presencia, y, como no podía penetrar en el misterio, determinó dejarla. (…) Se maravilló de la novedad del milagro y de la profundidad de misterio» (S. Bernardo, Laudes Mariae, Sermo 2,14).

«José, hijo de David…» (v. 20). Según la tradición judía, imponer el nombre a un niño significaba reconocerlo como hijo. Es Dios quien le ordena esto, y el evangelio describe así la vocación de José: «María es la humilde sierva del Señor, preparada desde la eternidad para la misión de ser Madre de Dios; José es aquel que Dios ha elegido para ser “el coordinador del nacimiento del Señor” (Orígenes, Homilia XIII in Lucam 7), aquél que tiene el encargo de proveer a la inserción “ordenada” del Hijo de Dios en el mundo, en el respeto de las disposiciones divinas y de las leyes humanas. Toda la vida, tanto “privada” como “escondida” de Jesús ha sido confiada a su custodia» (S. Juan Pablo II, Redemptoris Custos, n. 8).

El Niño debe llamarse Jesús —Yehoshu‘a, «el Señor salva»—, «porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (v. 21). En el contexto del Antiguo Testamento, salvar al pueblo significaba liberarlo de los enemigos; tras el destierro, como se lee en el libro de Isaías, se entendía también como la restauración de Israel como Reino de Dios, una vez que sus pecados hubieran sido expiados. Como el ángel, también Jesús, en la Última Cena (26,28), afirma que por su obra se perdonan los pecados: «Jesús es el nombre propio del que es Dios y hombre, el cual significa Salvador, y no le fue impuesto casualmente ni por disposición humana, sino por consejo y mandato de Dios» (Catechismus Romanus 1,3,5). Todos los nombres profetizados en el Antiguo Testamento para el Hijo de Dios se pueden referir a éste, porque «mientras los demás se referían a algún aspecto de la salvación que se nos había de dar, éste compendia en sí mismo la realidad y la causa de la salvación de todos los hombres» (ibidem 1,3,6).

«Todo esto ha ocurrido…» (v. 22). Con la cita de cumplimiento del oráculo de Isaías, el evangelista vuelve a reafirmar la virginidad de Santa María y la divinidad de Jesús. El prodigio más asombroso se ha realizado gracias a la fe rendida de dos criaturas admirables, María y José: «Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso Santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. (…) Que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro y no errará en el camino» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 6,7-8).

«Emmanuel» (v. 23). Cristo es verdaderamente Dios–con–nosotros no sólo por su misión divina sino porque es Dios hecho hombre (cfr Jn 1,14). No quiere decir que Jesucristo haya de ser normalmente llamado Emmanuel: este nombre se refiere más directamente a su misterio de Verbo Encarnado.

«Sin que la hubiera conocido» (v. 25). La Neovulgata traduce et non cognoscebat eam, donec peperit filium, siguiendo el texto griego. La versión literal de donec sería: «hasta que». Esta partícula (en griego, heos) indica de por sí lo que ha ocurrido hasta el momento, en nuestro caso, la concepción virginal de Jesús, prescindiendo de la situación posterior. Encontramos la misma partícula en Jn 9,18, donde se dice que los fariseos no creyeron en el milagro de la curación del ciego de nacimiento «hasta que» llamaron a los padres de éste; sin embargo, tampoco creyeron después. La Iglesia enseña la virginidad perpetua de María (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 498), «de aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo» (S. Juan Damasceno, Sermo 6 in nativitatem virginis Mariae 5). cfr notas a Lc 1,26-38 y 2,1-7.

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