COMENTARIO
El evangelista relata los misterios de la vida de Cristo, mostrando su profundo significado. La huida de Jesús a Egipto y el regreso a la tierra de Israel indican que Jesús es semejante a Jacob (Gn 46,1-7), que bajó a Egipto, y al pueblo de Israel, que subió de Egipto (Ex 12,37-15,20). Jesús es el nuevo Israel y con Él comienza el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia. También aquí se percibe un paralelismo de Jesús con Moisés, que fue providencialmente librado de la muerte cuando era niño (Ex 2,1-10) y que después fue el instrumento del Señor para la formación de su pueblo.
El episodio de los inocentes refleja la brutalidad de Herodes. El relato encaja perfectamente en la larga lista de crueldades de Herodes (cfr Flavio Josefo, Antiquitates iudaicae 16,392-294; 17,42-144.167). La Iglesia venera a los niños inocentes como mártires de Cristo: «Los niños, sin saberlo, mueren por Cristo; los padres hacen duelo por los mártires que mueren. Cristo ha hecho dignos testigos suyos a los que todavía no podían hablar. He aquí de qué manera reina el que ha venido para reinar. He aquí que el liberador concede la libertad, y el salvador la salvación. (…) ¡Oh gran don de la gracia! ¿De quién son los merecimientos para que así triunfen los niños? Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía no pueden entablar batalla valiéndose de sus propios miembros, y ya consiguen la palma de la victoria» (S. Quodvultdeus, Sermo 2 de Symbolo). En continuidad con la acción de los inocentes que proclamaron la gloria del Señor, no de palabra sino con la muerte —non loquendo, sed moriendo—, la oración de la Iglesia nos invita a «testimoniar con nuestra vida la fe que confesamos de palabra» (Misal Romano, Santos inocentes mártires, Oración colecta).
Raquel (v. 18) era la esposa predilecta del patriarca Jacob (cfr Gn 29,30) y madre de Benjamín y de José; éste, a su vez, era el padre de Efraím y Manasés. Según el libro del Génesis (cfr Gn 35,19; 48,7), Raquel murió cerca de Belén y allí la enterró Jacob. Jr 31,15, citado por Mateo, se refiere a los cautivos de Efraím y Manasés, que, tras la destrucción de Jerusalén el 587 a.C., esperan en los campos de concentración de Ramá la marcha a sus lugares de destierro. Pero el texto entero de Jeremías es un oráculo de consuelo: anuncia que, detrás de la desgracia del destierro, se esconde un nuevo favor de Dios, que restaurará al pueblo y hará con él una Nueva Alianza, interior y definitiva (cfr Jr 31,31). De modo semejante, Mateo ve detrás de la desgracia de la persecución del Niño y la muerte de los inocentes el cumplimiento del designio de Dios en la formación del nuevo pueblo a través de Jesús.