COMENTARIO

 Mt 3,1-12 

Juan el Bautista está en la línea de algunos profetas del Antiguo Testamento; de modo especial, recuerda a Elías (cfr 2 R 1,8; 2,8-13ss.). La cita de Is 40,3 señala cuál es la misión profética de Juan: primero, preparar al pueblo judío para recibir el Reino de Dios; segundo, dar testimonio de que Jesús es el Mesías que trae dicho Reino. En la enseñanza del Bautista (vv. 8-12), el evangelista subraya sutilmente que el mensaje de Juan es idéntico al de Jesús: en la inminencia de la venida del reino (v. 2; cfr 4,17), y en la denuncia de la actitud de los fariseos y saduceos (v. 7; cfr 12,34; 23,33), que son como un árbol estéril (v. 10; cfr 7,19). Éste es el primer ejemplo de la catequesis cristiana, que trasmite la verdad que vino a enseñarnos Jesucristo.

El Bautista proclama la inminente llegada del Reino de los Cielos (v. 1), que es una manera de referirse al Reino de Dios. La fórmula «Reino de Dios» expresa la intervención soberana y misericordiosa de Dios en la vida de su pueblo. El plan primitivo de la creación fue quebrantado por la rebelión del pecado del hombre. Para su restablecimiento fue necesaria una nueva intervención de Dios que se realiza por la obra redentora de Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios. Esta intervención fue precedida por una serie de etapas preliminares que constituyen la historia salvífica del Antiguo Testamento. Jesucristo hace presente el Reino de Dios cuya inminencia anuncia Juan el Bautista. Pero Jesús instaura un Reino de Dios de dimensión espiritual, sin los coloridos nacionalistas que los judíos de su tiempo habían concebido. La salvación no está asegurada por ser descendientes de Abrahán según la carne, sino que requiere una conversión personal que se traduzca en obras de una vida santa de cara a Dios: «Convertíos» (v. 2), «dad, por tanto, un fruto digno de penitencia» (v. 8), un «buen fruto» (v. 10). La etapa nueva del reino de Dios que trae consigo la obra redentora de Cristo exige un cambio radical en la conducta humana (cfr 9,17; Mc 2,22; Lc 5,37-39).

Volver a Mt 3,1-12