COMENTARIO
Cuando un judío entraba en casa de un gentil contraía impureza legal (cfr Jn 18,28; Hch 11,2-3). De ahí la delicadeza y la fe del centurión en su ruego al Señor (vv. 8-9). Destaca la fe del centurión en el poder de Jesús. En efecto, al llamarle Señor y servirse del símil de la potestad, el centurión confiesa que igual que él actúa en nombre del César y sus órdenes se acatan porque el César es quien tiene el poder, Jesús actúa en la tierra con la potestad de Dios: cuanto diga se hará. Una profesión de fe tan grande llena de admiración a Jesús (v. 10), que aprovecha este encuentro con un creyente gentil para hacer la solemne profecía del destino universal del Evangelio (vv. 11-12).
Pero la fe del centurión se traduce en hechos. Jesús, como señala el Evangelio de San Mateo otras veces (cfr 15,28; 17,20; etc.), afirma que los milagros se realizan según la fe del que cree (v. 13). La fe ejemplar del oficial romano fue eficaz, pues «en aquel momento quedó sano el criado». No es extraño que su ejemplo haya traspasado tiempos y fronteras: «La fe de este centurión anuncia la fe de los gentiles; fue como el grano de mostaza, menudo pero ardoroso» (S. Agustín, Sermones 6,1[Morin]).
En el momento solemne en que el cristiano va a recibir al mismo Jesús en la Sagrada Eucaristía, la Liturgia de la Iglesia, para avivar la fe, pone en su boca y en su corazón precisamente las mismas palabras del centurión de Cafarnaún: «Señor, no soy digno…». Porque la fe debe ser también humilde: «¿Qué pensamos alabó en la fe de éste? La humildad. Señor, no soy digno de que entres… Esto alabó, y porque la alabó entró allá. La humildad del centurión fue la puerta por donde el Señor entró a posesionarse plenamente del que ya poseía» (ibidem 6,2).