COMENTARIO

 Mt 9,1-8 

Al curar al paralítico únicamente con su palabra, Jesús hace ver a los que murmuraban que, puesto que Él tiene potestad para curar los efectos del pecado (la enfermedad), tiene también poder para curar la causa, esto es, el pecado, y que por consiguiente tiene potestad divina: «Al perdonar, pues, los pecados, sanó al hombre y dio a entender visiblemente quién era Él, en su persona. Si nadie, fuera de Dios, es capaz de perdonar los pecados, y el Señor los perdonaba y curaba a los hombres, salta a la vista que Él era el Verbo de Dios hecho Hijo del Hombre, con potestad para perdonar los pecados, como hombre y como Dios. De esta manera, como hombre se compadece de nosotros, y como Dios se apiada de nosotros y perdona nuestras ofensas» (S. Ireneo, Adversus haereses 5,17,3).

Al final del pasaje (cfr v. 8), el evangelista recoge el estupor y admiración de la gente ante este hecho: que el perdón de los pecados se haga presente en la tierra. Esas palabras pueden aplicarse a la Iglesia, pues el Señor hizo partícipes de esa potestad a sus Apóstoles y a sus sucesores, es decir, los obispos y sus colaboradores, los presbíteros (cfr Jn 20,22-23): «Los hombres, al perdonar los pecados, muestran su ministerio, pero no ejercen el derecho de un poder; e incluso no perdonan en el propio nombre, sino en el del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ellos ruegan y la divinidad dona; pues el servicio pertenece a los hombres, pero la generosidad pertenece al poder de Dios» (S. Ambrosio, De Spiritu Sancto 3,18,137). cfr nota a 18,15-20.

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