COMENTARIO

 Mt 10,16-42 

Se recopilan aquí un conjunto de instrucciones y advertencias sobre el modo de llevar a cabo la propagación del Evangelio: son como un protocolo de la misión. Se refieren no sólo a los Apóstoles, sino a todos los discípulos de Cristo que en el desempeño de su tarea habrán de sufrir contradicciones y persecuciones como Él mismo las padeció, pues «no está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su señor» (v. 24).

La primera sección (vv. 16-25) parece un desarrollo de la frase que la abre: «Os envío como ovejas en medio de lobos» (v. 16). Antes (10,11-15), Jesús había anotado que los Apóstoles serían recibidos y rechazados, ahora apunta que ese rechazo se traducirá en falsedad (v. 25), persecución (vv. 17-18.23), odio (v. 22), ruptura (v. 21). En esto, los discípulos son como su maestro (vv. 24-25) y, por ello, bienaventurados (5,11). Pero no por eso deben preocuparse, porque todo será para bien: serán testimonio de la verdad de Jesús ante los hombres (v. 18), y estarán asistidos siempre por el Espíritu Santo (vv. 19-20). Aquí está condensada la enseñanza sobre el martirio que tanto vigor tuvo entre los primeros cristianos y que la Iglesia recuerda también para hoy: «El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, (…) es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 42).

El v. 23 es uno de los versículos de interpretación difícil en el Nuevo Testamento. Jesús se designa a Sí mismo —aquí como en otros muchos lugares— Hijo del Hombre indicando que Él es el juez que, al final del mundo, juzgará a todas las criaturas humanas (cfr 25,31). Pero la venida a la que aquí se refiere el evangelio no parece que tenga que entenderse como la venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos. Podría significar la resurrección, como incoación de ese triunfo futuro en el que se anticipa el juicio del mundo. En todo caso, las palabras del Señor indican dos cosas: la urgencia de la predicación del Reino y que esta predicación durará mientras dure la historia.

Las exhortaciones de los vv. 26-33 pueden condensarse, otra vez, en las primeras palabras: «No les tengáis miedo» (v. 26). Jesús invita a la confianza en la paternal providencia de Dios, de la que habló extensamente en el Discurso de la Montaña (cfr 6,19-34). Ahora lo hace en el contexto de las persecuciones que esperan a sus discípulos, pero a las que no debemos temer. «Si los pajarillos, que son de tan bajo precio, no dejan de estar bajo providencia y cuidado de Dios, ¿cómo vosotros, que por la naturaleza de vuestra alma sois eternos, podréis temer que no os mire con particular cuidado Aquél a quien respetáis como a vuestro Padre?» (S. Jerónimo, en Catena aurea, ad loc.). Pero esta providencia está en el marco de una misión: hay que confesar a Cristo (v. 32) y hacerlo en voz alta (v. 27), para que su verdad llegue hasta el último rincón del mundo: «La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas maneras» (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 2).

Finalmente, el discurso vuelve sobre el tema que lo recorre: Jesús es signo de contradicción (vv. 34-35), y el discípulo tiene que contar con ello. Por eso, en su conducta cristiana se le piden dos cosas: radicalidad, esto es, exigencias en el seguimiento (vv. 37-39), e identificación con el maestro (vv. 40-42).

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