COMENTARIO
Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos fariseos que no recibían su doctrina a pesar de estar garantizada por los milagros. Esto ocurre respecto del sábado. Dios lo instituyó, y mandó que el pueblo judío se abstuviera de ciertos trabajos en ese día para poder dedicarse con más holgura a honrar a Dios. Con el paso del tiempo se fue complicando el precepto divino hasta el punto de que en la época de Jesús existía una clasificación de 39 especies de trabajos prohibidos. Jesús enseña frecuentemente que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio a Dios o al prójimo, y rebate la acusación de los fariseos con cuatro razones: el ejemplo de David, el de los sacerdotes, el sentido de la misericordia divina y el señorío del propio Jesús sobre el sábado.
La frase de Oseas (v. 7; cfr Os 6,6) había aparecido ya en las controversias de Jesús con los fariseos (cfr 9,13). Aquí, Jesús parece dar por sentado que el texto tenía una relevancia especial para los interlocutores: no está tanto en polémica con los sacrificios del Templo, como con la necesidad de distinguir entre lo que es importante y lo que no es tanto. Enseguida, con el episodio del hombre de la mano seca, el evangelio mostrará cuán lejos estaban aquellos hombres de la misericordia, y por tanto, de reconocer quién era Jesús. La disposición hacia la misericordia abre los ojos para ver más claramente a Dios y sus obras: «Reconoce, oh cristiano, la altísima dignidad de esta tu sabiduría, y entiende bien cuál ha de ser tu conducta y cuáles los premios que se te prometen. La misericordia quiere que seas misericordioso, la justicia desea que seas justo, pues el Creador quiere verse reflejado en su criatura, y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante la imitación que tú realizas de las obras divinas. No quedará frustrada la fe de los que así obran, tus deseos llegarán a ser realidad, y gozarás eternamente de aquello que es el objeto de tu amor» (S. León Magno, Sermones 95,7).