COMENTARIO

 Mt 22,41-46 

Dios prometió al rey David que uno de sus descendientes poseería el reino eternamente (2 S 7,12ss.). Era una alusión al Mesías y así lo interpretaba la tradición judía que le llamaba «Hijo de David». En tiempos de Jesús, el Mesías era concebido con un fuerte sentido nacionalista: un rey terreno, descendiente de David, que les librase de la dominación romana. La pregunta de Jesús a los fariseos sobre el sentido de Sal 110,1 les deja sin respuesta. Para responder correctamente, los fariseos tendrían que aceptar la preexistencia y la divinidad del Mesías (anterior y superior a David, autor del salmo), al mismo tiempo que su verdadera Humanidad (hijo de David, Mesías). Era una manera implícita de invitar a la fe en Él como Hijo de Dios y de la familia de David. Se alude así al misterio de la doble naturaleza —divina y humana— en la única persona del Verbo, Jesucristo: «Quedando, pues, a salvo el carácter propio de cada una de las naturalezas, y unidas ambas en una sola persona, la majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible, Dios verdadero y hombre verdadero se conjugan armoniosamente en la única persona del Señor. (…) Tal era, amadísimos, la clase de nacimiento que convenía a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios; con él se mostró igual a nosotros por su humanidad, superior a nosotros por su divinidad. Si no hubiera sido Dios verdadero, no hubiera podido remediar nuestra situación; si no hubiera sido hombre verdadero, no hubiera podido darnos ejemplo» (S. León Magno, Sermo 1 in Nativitate Domini 2-3).

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