COMENTARIO

 Mt 24,3-14 

En el v. 3, los discípulos, impresionados por el anuncio dramático, preguntan al Maestro sobre el momento de su realización. Propiamente, la pregunta de los discípulos es doble: por una parte, sobre esos sucesos, y, por otra, sobre la señal de su venida —literalmente, sobre su «Parusía», advenimiento glorioso de Jesucristo al fin de los tiempos— y sobre el fin del mundo.

Probablemente, los discípulos, según la mentalidad de la época, identificaban ambas cosas: la desaparición del Templo sólo podía significar el advenimiento definitivo del Reino de Dios. El Señor corrige esta perspectiva demasiado corta y distingue dos momentos: el primero (vv. 4-8) se caracteriza por la presencia de impostores y la aparición de las desgracias que en la literatura apocalíptica señalaban la cercanía del fin del mundo. Sin embargo, Jesús advierte que «no es el fin» (v. 6), que esas señales sólo alertan acerca del «comienzo de los dolores» (v. 8). Desde nuestra perspectiva, es claro que esos momentos se refieren a lo que precede a la destrucción de Jerusalén, que es signo de lo que sucederá con los cristianos a lo largo de los tiempos (vv. 9-14): tendrán dificultades externas e internas (vv. 9-11), hasta el punto de correr el riesgo de desfallecer (v. 12). Pero hay que perseverar: la perseverancia asegura la salvación (v. 13). Las diversas tribulaciones no son las señales del fin de los tiempos, sino circunstancias ordinarias entre las que se desarrollará la predicación cristiana: el Evangelio será predicado en «todo» el mundo, para testimonio de «todas» las gentes (v. 14). Y entonces sí vendrá el fin. Con sus palabras, Jesús desvela un programa esperanzador para el cristiano: el fin del mundo no es una sucesión de catástrofes, sino un acontecimiento salvador, el Evangelio que alcanza al mundo entero. Y con su enseñanza el Señor nos indica también que nuestra actitud debe ser perseverar en medio de las dificultades: «El desaliento es enemigo de tu perseverancia. —Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. —Sé optimista» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 988).

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