COMENTARIO
El discurso vuelve a retomar el camino de las palabras anteriores del Señor (24,5-8). Al comienzo (vv. 15-22), parece que Jesús se refiere particularmente a la desgracia de la destrucción de Jerusalén, con una sucesión inimaginable de dolores (cfr v. 21). Para identificarla de alguna manera, el Señor utiliza la frase «la abominación de la desolación» (v. 15). Se refiere a diversos lugares del libro de Daniel (9,27; 11,31; 12,11) en los que el profeta habla del rey idólatra —Antíoco IV Epífanes— que ocupó con sus tropas el santuario y levantó sobre el altar de los holocaustos imágenes de dioses falsos (1 M 1,54). Nuestro Señor aplica este episodio de la historia de Israel a la futura destrucción de Jerusalén; por esto pide —«quien lea, entienda»— una mayor atención al texto de Daniel. Vendrá, dice Jesús, una nueva manifestación desoladora, que arrasará el Templo para introducir la idolatría. En efecto, el Templo fue destruido y profanado por las tropas romanas, y más tarde, en el siglo II d.C., el emperador Adriano mandó colocar una estatua de Júpiter sobre las ruinas del Templo.
Después (vv. 23-28), el Señor se detiene en el anuncio de nuevas calamidades: además de los dolores, surgirán falsos profetas y falsos mesías (v. 24) que harán falsos signos. Es más, se presentarán como el verdadero Cristo que tiene que venir (v. 26). Para todos los casos, el Señor sólo les da una advertencia: «No os lo creáis» (vv. 23.26). La venida del Hijo del Hombre no será oculta o particular, sólo para algunos, sino manifiesta, como un relámpago que ilumina toda la tierra (v. 27).