COMENTARIO
Las tres parábolas precedentes (24,42-51; 25,1-13; 25,14-30) se siguen con el anuncio del juicio del Señor. Jesús presenta con toda su grandiosidad este Juicio Final, que hará entrar a todas las cosas en el orden de la justicia divina. La Tradición cristiana le da el nombre de Juicio Final, para distinguirlo del juicio particular (cfr nota a Rm 2,1-16) al que cada uno deberá someterse inmediatamente después de la muerte: «Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 678).
Todas las facetas enumeradas en los vv. 35-46 —dar de comer, dar de beber, vestir, visitar— resultan ser obras de amor cristiano cuando al hacerlas a estos «pequeños» (v. 40) se ve en ellos al mismo Cristo. Es significativo el pasaje si lo comparamos con otro anterior donde el Señor prometió que cualquiera que diera de beber sólo un vaso de agua fresca a uno de «estos pequeños por ser discípulo» (10,42), no quedaría sin recompensa. Pero ahora no se menciona el discípulo; al servir a cualquier hombre se sirve a Cristo. De aquí la importancia de practicar las obras de misericordia —corporales y espirituales— recomendadas por la Iglesia y también la entidad que tiene el pecado de omisión: no hacer lo que se debe supone dejar a Cristo mismo despojado de tales servicios. Las dimensiones del amor de Dios se miden por las obras de servicio a los demás: «Acá solas estas dos que nos pide el Señor; amor de Su Majestad y del prójimo; es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad (…) La más cierta señal que —a mi parecer— hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber (aunque hay indicios grandes para entender que le amamos), mas el amor del prójimo, sí. Y estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos a el prójimo, hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras; en esto yo no puedo dudar» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 5,3,7-8).
«Suplicio eterno» (v. 46). La existencia de un castigo eterno para los condenados y de un premio eterno para los elegidos es un dogma de fe definido solemnemente por el Magisterio de la Iglesia en el año 1215: «Jesucristo (…) ha de venir al fin del mundo, para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras —buenas o malas—: aquéllos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna» (Conc. de Letrán IV, De fide catholica, cap. 1).