COMENTARIO
«La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 638). Dos notas lo configuran. En primer lugar, es «un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios» (ibidem, n. 656). En segundo lugar, el hecho tiene una singular importancia para nosotros, los hombres, pues «Cristo, “el primogénito de entre los muertos” (Col 1,18), es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma, más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo» (ibidem, n. 658).
Los evangelios coinciden en que las primeras apariciones de Jesús Resucitado no fueron a los discípulos, sino a «las santas mujeres», cuyo amor más desinteresado y generoso, más fiel y recio que el de los varones, parece haber sido premiado de un modo muy delicado. En el ambiente judaico de la época se concedía poco valor al testimonio jurídico de las mujeres: quizás por eso San Pablo no las menciona en su resumen catequético de 1 Co 15,1-9. La circunstancia de que se les atribuya tanta relevancia en los cuatro evangelios apunta en primer lugar a la realidad histórica del hecho, pero muestra también la predilección de Dios por las almas sencillas, generosas y humildes.
Hay pequeñas diferencias entre los sinópticos. Frente a la frescura y espontaneidad de Marcos, y frente al gusto de Lucas por los detalles, Mateo es algo hierático, catequético y solemne; prescinde de detalles secundarios. Las señales con las que describe el anuncio de la resurrección (vv. 2-4) indican también la magnitud del hecho; como la muerte de Jesús (27,51-54), la resurrección es un acontecimiento extraordinario: es lógico que el cielo y la tierra lo proclamen. «Éste es el día en que actuó el Señor, día totalmente distinto de aquellos otros establecidos desde el comienzo de los siglos y que son medidos por el paso del tiempo. Este día es el principio de una nueva creación, porque, como dice el profeta, en este día Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva. (…) En este día es creado el verdadero hombre, aquel que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. (…) Pero aun no hemos hablado del mayor de los privilegios de este día de gracia: lo más importante de este día es que Él destruyó el dolor de la muerte y dio a luz al primogénito de entre los muertos. (…) ¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre semejante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza» (S. Gregorio de Nisa, In Christi Resurrectione oratio 1).
La verdadera resurrección de Cristo la presenta el evangelista incluso con la prueba contraria: la de quienes difundieron la calumnia del robo del cadáver (vv. 11-15). Con esta nota San Mateo nos informa de algo trascendental: incluso los enemigos de la resurrección saben que la tumba está vacía y no pueden explicar el motivo. San Agustín comentaba así el episodio: «¿Qué has dicho, oh astucia siniestra?… ¿Presentáis testigos dormidos? Verdaderamente dormiste tú que, inventando tales patrañas, desfalleciste» (Enarrationes in Psalmos 63,15).