COMENTARIO

 Mc 4,1-20 

La parábola tiene una fundada analogía en la tradición bíblica. El profeta Isaías (Is 55,10-11) ya había anunciado que la palabra de Dios era como la lluvia, que salía de los cielos pero no volvía a ellos sin dar fruto. De la misma manera, el Señor esparce su palabra por el mundo para que fructifique: en algunos casos se malogrará, por falta de acogida, pero en otros dará fruto: en proporciones distintas, pero siempre será fecunda (cfr nota a Mt 13,1-23).

Dentro de ese significado, común a los tres evangelios sinópticos, la narración de San Marcos subraya la dificultad de comprensión por parte de los oyentes. Las palabras de Jesús, como el Reino que predica, son un misterio: en un primer momento, ni los discípulos ni la muchedumbre las entienden, aunque a sus discípulos se las explica cuando están a solas con Él (vv. 10-11; 4,34). Sin embargo, que sean un misterio no quiere decir que formen parte de una enseñanza escondida o esotérica: como se explica en la parábola de la lámpara (4,21-22), la enseñanza del Señor no está destinada a ser secreta sino pública. Detrás de estas expresiones está presente el mismo motivo de fondo que en el resto del evangelio: a Jesús no se le entiende si no se le comprende entero, en su ser y en su misión; el misterio del Reino de Dios que predica está íntimamente asociado a su misión de Siervo del Señor que triunfa e instaura ese reino por un camino tan escandaloso como el de la cruz. Por eso el evangelista anota que las parábolas, en el fondo, eran un modo adecuado de enseñanza, porque así todos sus oyentes recibían «la palabra conforme a lo que podían entender» (4,33), y sus discípulos, en cambio, reciben una enseñanza privilegiada porque la cercanía de Jesús les permitirá comprender algo que de por sí resulta oscuro y porque fueron elegidos para ser enviados a predicar: «Esto mismo que parecía decir ocultamente, en cierto modo no lo decía ocultamente, ya que no lo decía con el fin de que los que lo habían oído callasen, sino más bien para que lo predicasen por todas partes» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 113,6).

En este contexto, se puede entender mejor lo narrado en los vv. 10-12. Si los Doce y los otros discípulos han conocido y entendido el misterio del Reino de Dios (cfr Mt 13,51), ha sido por un don del mismo Dios (v. 11; cfr Mt 13,11). Los discípulos se distinguen de los que «están fuera», expresión con la que se designaba a los gentiles, pero que aquí se aplica a los mismos judíos que no quieren comprender las señales que Jesús realiza (cfr Lc 12,54-57). En ellos, como tantas veces se recuerda en el Nuevo Testamento (Jn 12,37-40; Hch 28,26-27; Rm 11,7-8), se cumplen las palabras de Isaías (Is 6,9-10). Las palabras del profeta se introducen en el discurso de Jesús con la expresión «de modo que» (v. 12). Esta expresión puede resultar desconcertante o escandalosa, si no se tiene en cuenta que es un giro frecuente en los textos bíblicos (cfr Ex 4,21; 7,3.13.22; etc.) según el cual se atribuyen a Dios las acciones de los hombres. Es la manera de indicar la presciencia divina en el misterio de la gracia de Dios y de la cooperación humana en las acciones salvíficas. Pero Dios, a quienes le buscan con sinceridad, les «abre el corazón para comprender» sus palabras (Hch 16,14). cfr nota a Rm 9,14-33.

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