COMENTARIO
El Señor, transfigurándose ante sus discípulos —ante los tres predilectos, que iban a ser testigos de su agonía (14,33)—, ofrece el contrapunto, o, mejor aún, un anticipo del resultado de su pasión: la resurrección y la glorificación. Éste es también el sentido de la vida del cristiano, que debe aprender que «los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros» (Rm 8,18).
Marcos subraya de diversas maneras la dificultad de los discípulos para entender el camino del Señor (vv. 9-10). De igual modo, el evangelista apunta a propósito de Pedro —que quiere anticipar la gloria sin pasar por la cruz—, que «no sabía lo que decía» (v. 6): «Pedro no entendía esto cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su muerte. Ahora, no obstante, dice: “Desciende a trabajar a la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la tierra”. Descendió la vida para encontrar la muerte; bajó el pan para sentir hambre; bajó el camino para cansarse en el camino, descendió el manantial para tener sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (S. Agustín, Sermones 78,6; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 556).
En la Transfiguración se revela la verdad entera de Jesús. Es el Hijo Único de Dios, «el Hijo Amado», que para salvarnos se «anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Flp 2,7), renunció voluntariamente a la gloria divina y se encarnó con carne pasible, haciéndose semejante a nosotros en todo excepto en el pecado. Las palabras que vienen desde la nube, semejantes al comienzo del primer Canto del Siervo del Señor del profeta Isaías (Is 42,1) y a las del Bautismo de Jesús (1,11; Mt 3,17; Lc 3,22), señalan precisamente eso: que Jesús es el Hijo de Dios que cumple la misión salvadora del Siervo del Señor. El mandato, «escuchadle», proclama la autoridad de Jesús: sus enseñanzas, sus preceptos, tienen la potestad del mismo Dios: «Éste es mi Hijo, no Moisés ni Elías. Ellos son siervos, Éste es Hijo. Éste es mi Hijo, es decir, de mi naturaleza, de mi substancia, Hijo que permanece en Mí y que es totalmente lo que soy Yo. Éste es mi Hijo amadísimo. También aquéllos son amados, pero Éste es amadísimo: a Éste, por tanto, escuchadle. Aquéllos lo anuncian, pero vosotros tenéis que escuchar a Éste. Él es el Señor, aquéllos son siervos como vosotros. Moisés y Elías hablan de Cristo, son siervos como vosotros. Él es el Señor, escuchadle» (S. Jerónimo, Commentarium in Marcum 6).
Al descender del monte (vv. 9-13), se vuelve a producir una de las escenas habituales en el segundo evangelio: los discípulos no acaban de entender. En este caso han visto la gloria de Jesús pero todavía tienen preguntas por hacer. La primera es sobre la venida de Elías (v. 11). Escribas y fariseos interpretaban la profecía mesiánica de Malaquías (Ml 3,1-2) en el sentido de una aparición ostentosa de Elías en persona, al que seguiría el Mesías triunfante, sin sombra de dolor ni humillación. Jesucristo les hace ver que Elías ya ha venido en la persona de Juan el Bautista (cfr Mt 17,13), y que ha preparado los caminos del Mesías, que son caminos de dolor y de sufrimiento (vv. 12-13). La otra pregunta queda sin formular, pues los discípulos retienen palabras y gestos del Señor, pero no se atreven a interrogarle sobre el significado de «lo de resucitar de entre los muertos» (v. 10). Tras la Pascua comprenderán que la resurrección de Jesús es la entrada en la gloria que han contemplado hace un momento.