COMENTARIO
Comienza la tercera jornada en Jerusalén. Se compone de diversas enseñanzas de Jesús, muchas de las cuales están enmarcadas en polémica con miembros del judaísmo oficial. En el centro de la asechanza de las autoridades está probablemente la purificación del Templo obrada por Jesús (11,15-17). Desde aquel momento buscaban el modo de perderle (11,18). Ahora (v. 28), le piden cuentas por esa acción y más tarde (14,58) la tergiversarán para condenarle a muerte.
Hay algo de falaz en la acción de aquellos hombres: Jesús ya había ofrecido pruebas de su mesianidad y Juan Bautista había dado también su testimonio. Jesús acepta el diálogo, pero, antes de dar la respuesta, les sitúa ante la verdadera cuestión: aceptar o no el ministerio de Juan Bautista como Precursor. Porque aceptar a Juan era reconocer también el ministerio de Jesucristo. Aquellos hombres, como anota el evangelista, no estaban dispuestos a ese reconocimiento y su ceguera les indujo a preparar la muerte de Jesús: «Por un lado temían al pueblo, por otro lado, a la verdad. De una parte eran tímidos, de otra, envidiosos; pero, en cualquier caso, ciegos. La prueba de la huida es el temor del corazón: temían que el pueblo les apedrease si decían que el bautismo de Juan procedía de los hombres, temían quedar convictos por Cristo si decían que procedía del cielo» (S. Agustín, Sermones 308A,7). El episodio contiene una lección siempre actual: quien se atreva a pedir cuentas a Dios, quedará confundido.