COMENTARIO
En el inicio del discurso, los discípulos le preguntan a Jesús dos cosas: sobre el «cuándo» y sobre la «señal» de lo que va a ocurrir (v. 4). A lo largo del discurso, el Señor no les contesta sobre el cuándo sino sobre «quién»: será Él, el Hijo del Hombre glorioso, quien vendrá a consolar a los suyos (vv. 24-27); del mismo modo les da como señal una consigna: la vigilancia.
Las primeras palabras de Jesús versan sobre «el comienzo de los dolores» (v. 8): la tribulación que aparecerá antes de la destrucción de Jerusalén (vv. 6-8) es semejante a las tribulaciones que sufrirán los cristianos (vv. 9-13). En ambos casos la indicación del Señor es una invitación a la esperanza (vv. 7.11.13).
Jesucristo les advierte de los peligros que van a correr (vv. 6-9.12-13): sucederán acontecimientos ante los cuales los discípulos tienen que estar alerta para no sucumbir en la tentación y para no dejarse engañar por falsos profetas; serán perseguidos y odiados por el nombre de Jesús; deberán dar testimonio de su fe. La historia de la primitiva Iglesia da fe de la verdad de las palabras del Señor: la sola condición de cristiano ponía en trance de ser acusado ante los tribunales. San Justino (siglo II) llega a decir que «contra nosotros el solo nombre de cristiano sirve de prueba» (Apologia 1,4,4). También a lo largo de la historia han sido y son incontables los cristianos sobre los que recaen, abierta o solapadamente, los efectos del odio al Evangelio, atentando a sus vidas, fama y bienes. Pero todo es nada en comparación de la gloria con que se premiará a los que perseveren (cfr Rm 8,18). Por eso, las últimas palabras del Señor (v. 13) exhortan a la perseverancia personal: «El que persevere hasta el fin, ése se salvará».
Hay una nota de providencia en las palabras de Jesús: las persecuciones y dificultades serán ocasión para ofrecer un testimonio del Evangelio ante los perseguidores (v. 9) y para que sea predicado a todos los pueblos (v. 10), porque Dios estará con ellos, y el Espíritu les dirá lo que tienen que decir (vv. 11-12). Así fueron entendidas estas palabras en la tradición cristiana: «[Señor],Tú me has concedido exultar de gozo entre los gentiles y proclamar por todas partes tu nombre, lo mismo en la prosperidad que en la adversidad. Tú me has hecho comprender que cuanto me sucede, lo mismo bueno que malo, he de recibirlo con idéntica disposición, dando gracias a Dios que me otorgó esta fe inconmovible y que constantemente me escucha. Tú has concedido a este ignorante el poder realizar en estos tiempos esta obra tan piadosa y maravillosa, imitando a aquellos de los que el Señor predijo que anunciarían su Evangelio para que llegue a oídos de todos los pueblos. ¿De dónde me vino después este don tan grande y tan saludable: conocer y amar a Dios, perder a mi patria y a mis padres y llegar a esta gente de Irlanda, para predicarles el Evangelio, sufrir ultrajes de parte de los incrédulos, ser despreciado como extranjero, sufrir innumerables persecuciones hasta ser encarcelado y verme privado de mi condición de hombre libre, por el bien de los demás? (…) Mucho es lo que debo a Dios, que me concedió gracia tan grande de que muchos pueblos renacieron a Dios por mí» (S. Patricio, Confessio 14).