COMENTARIO
La crucifixión era un suplicio singularmente atroz. Cicerón (Pro Rabirio 5,16) dice que es «la muerte más cruel y terrible». Sin embargo, los evangelistas no se detienen en calificativos: se interesan más en narrar el hecho y sus consecuencias para la salvación que en recordar el horror de los sucesos. La narración de Marcos recuerda puntualmente en qué momento ocurrió cada cosa: en la hora tercia, entre las nueve y las doce de la mañana, le crucificaron (v. 25), en la sexta, entre las doce y las tres, la tierra se cubrió de tinieblas (v. 33) y en la nona, de las tres a las seis de la tarde, murió (v. 34). También señala otros detalles como el de los hijos de Simón de Cirene, conocidos por los lectores del evangelio (Rm 16,13). Sin embargo, es la frase del Señor en la cruz (v. 34) la que ofrece la clave para entender lo ocurrido. «Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?» es el primer verso del salmo 22. Este salmo cuenta la historia de un justo perseguido que, sin embargo, triunfará: conseguirá que con sus sufrimientos el Señor sea alabado en toda la tierra (Sal 22,31) y se anuncie la justicia en el pueblo que está por nacer (Sal 22,28-32). Entre los oprobios que sufren el justo perseguido y Jesús están: el escarnio de la gente (Sal 22,8; v. 29), la burla por invocar a Dios (Sal 22,9; vv. 31-32.36), el reparto de las vestiduras (Sal 22,19; v. 24), etc. El triunfo de la misión de Cristo lo ve Marcos en los dos acontecimientos que siguen a la muerte del Señor: la ruptura del velo del Templo (v. 38), que simboliza la desaparición de las barreras entre el pueblo de Dios y los gentiles (cfr Sal 22,31), y la confesión de la divinidad de Jesús por parte de un gentil (v. 39), que señala cómo todas las gentes pueden confesar a Dios (cfr Sal 22,28-30). Se entiende de esta manera la paradoja que Jesús había intentado enseñar a sus discípulos: Él es el Mesías y el Hijo de Dios (cfr 1,1), pero su victoria está estrechamente ligada a la cruz. «¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefable gloria de la pasión! En ella podemos admirar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado. (…) Porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias: por ella, los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte» (S. León Magno, Sermo 8 de Passione Domini 7).
Como en casi todos los momentos del relato de la pasión, el evangelista pone en contraste la actitud de las diversas personas ante Jesús: los que pasan le injurian (v. 29), los príncipes de los sacerdotes y los escribas se burlan (v. 31), los malhechores crucificados con Él le insultan (v. 32); incluso un gesto que podía ser de compasión, en la pequeñez de aquellas personas, se transforma en una necia bufonada (v. 36). Frente a ellos, un soldado gentil confiesa que Jesús era Hijo de Dios (v. 39). Pero son sobre todo las mujeres las que quedan elogiadas en la escena: antes le habían seguido y le habían servido (v. 41), y ahora contemplan impotentes y anonadadas (cfr v. 40) la muerte del ser querido. No es extraño que al meditar y revivir este suceso, los autores cristianos se fijaran en ellas. San Agustín, por ejemplo, dirigiéndose figuradamente a ellas, les dice: «Mirad la belleza de vuestro amante, contempladle igual al Padre y sumiso a la voluntad de la Madre; imperando sobre los cielos y viniendo a servir a la tierra; creando todas las cosas y siendo creado entre ellas. Lo que los soberbios rieron como ilusorio, mirad qué bello es: con la luz interior de vuestra alma mirad las heridas del crucificado, la sangre del que muere, el precio de la fe y el importe de nuestro rescate. Pensad cuál será el valor de todas esas cosas; ponderadlo en la balanza de la caridad. Y todo el amor que tendríais para regalar a vuestro esposo prodigádselo a Él» (De sancta virginitate 54-55,55).
Algunos manuscritos añaden (v. 28): «Y se cumplió la escritura que dice: Fue contado entre los malhechores» (cfr Lc 22,37).