COMENTARIO

 Lc 1,39-56 

Contemplamos ahora la grandeza de María desde otros puntos de vista. Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama que María es «madre de mi Señor» (v. 43). Pero ser «madre de Dios» es también objeto de fe para María, y por ello es felicitada por Isabel (v. 45). Sin embargo, la fe de la Virgen traspasa la mera virtud personal, pues da origen a la Nueva Alianza: «Como Abrahán “esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4,18), así María, en el instante de la Anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen, (…) creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel» (S. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 14).

La montaña de Judea dista unos 130 km de Nazaret. Según una tradición que se remonta al siglo IV, la casa de Zacarías estaba en el actual pueblo de ‘Ayn-Karîm, a unos 8 km al oeste de Jerusalén. Allí el niño Juan salta de gozo en el vientre de su madre. Teólogos antiguos y modernos han visto en esa acción un indicio de la santificación del Bautista en el vientre de su madre: «Considera la precisión y exactitud de cada una de las palabras: Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).

La escena sigue con el canto del Magnificat por parte de María. El cántico, que evoca algunos pasajes del Antiguo Testamento (cfr 1 S 2,1-10), es, sobre todo, una oración y un modelo de oración. «El Magníficat —un retrato de su alma, por decirlo así— está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios» (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 41). María, como antes (1,38), se sabe la «esclava» del Señor (v. 48), pero ahora sabe también que es motivo de perpetua bienaventuranza. El Dios a quien dirige su canto, es alguien que ha tomado partido: con palabras que son casi un presagio de las Bienaventuranzas (6,20-26), canta al Señor que elige a los pobres y humildes y no tiene nada que dar a los ricos y poderosos (vv. 51-53). Pero ante todo es el Dios Todopoderoso de la misericordia (vv. 49-50.54-55). Este conocimiento del ser de Dios que revelan las palabras de Santa María alienta la oración de la Iglesia: «Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia, derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo» (Misal Romano, Domingo XXVI, Oración colecta). Y ya que a lo largo del evangelio María se nos presenta también como modelo para los cristianos, «nuestra oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como Ella, sentiremos el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 144).

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