COMENTARIO

 Lc 2,41-50 

Característico del Evangelio de la infancia es que apenas recoge obras o palabras de Jesús: aprendemos quién es Jesucristo de las acciones y palabras de los otros personajes de la narración. Este episodio viene a cambiar ese proceder. El ángel había proclamado la filiación divina de Jesús en el anuncio (1,35), poco después lo dirá también la voz del cielo en el Bautismo (3,22): en medio de los dos testimonios, Jesús mismo lo afirma ahora con sus palabras (v. 49): «El hallazgo de Jesús en el Templo es el único suceso que rompe el silencio de los Evangelios sobre los años ocultos de Jesús. Jesús deja entrever en ello el misterio de su consagración total a una misión derivada de su filiación divina» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 534).

Los Ácimos y Pascua eran una de las tres fiestas en que los varones de Israel debían peregrinar al Templo de Jerusalén (Dt 16,16). La obligación no concernía a las mujeres y a los niños, aunque las familias piadosas solían llevarlos desde edad temprana. La pérdida de Jesús es explicable. Por entonces, Jerusalén solía triplicar su población en las fiestas de las peregrinaciones. Acostumbraban a ir en caravanas y en dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres. Los niños podían ir indistintamente en cualquiera. Al hacer un alto en el camino, se reunían las familias: quizás entonces descubrieron que el Niño se había quedado en Jerusalén. El evangelista narra las circunstancias de ese viaje con sobriedad, porque quiere detenerse en el diálogo de Jesús con su Madre. En efecto, sus padres lo encuentran «escuchando y preguntando» a los doctores (v. 46), de tal manera que los presentes están «admirados de su sabiduría y de sus respuestas» (v. 47). Es un modo de preparar lo que se leerá a continuación: Jesús no es un niño cualquiera, ni siquiera un niño más sabio que los demás: es el Hijo de Dios. El diálogo de Jesús con su Madre sorprende por su aparente desapego, pero, para entenderlo, no hay que olvidar que la mentalidad semita es aficionada a los contrastes y a las antítesis. Jesús, como afirma San Ambrosio, «no les reprende porque le busquen como hijo, sino que les hace levantar los ojos de su espíritu para que vean lo que se debe a Aquel de quien es Hijo Eterno» (Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).

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