COMENTARIO
En el Antiguo Testamento estaban prescritos algunos días de ayuno; el más señalado era el «Día de la Expiación» (Yôm-Kippûr: Nm 29,7ss.; cfr Hch 27,9). Moisés y Elías habían ayunado (Ex 34,28; 1 R 19,8), y el mismo Señor ayunó en el desierto antes de comenzar su ministerio público (4,2).
La acusación de los escribas y fariseos ofrece a Jesús la ocasión de exponer la condición de su persona y el alcance de su doctrina: la alegría que supone su presencia en el mundo hace que quede relegada para más tarde una práctica penitencial como el ayuno (vv. 34-35). Su doctrina exige odres nuevos: una penitencia interior más profunda, una renovación (vv. 36-38), y quien la reciba de este modo comprobará que esa doctrina es como el vino añejo (v. 39), es decir, «mejor», y no querrá volver a su vida anterior. Pero el Señor no abroga el ayuno (cfr v. 35), sino que le da un sentido más profundo: «El mérito de nuestros ayunos no consiste solamente en la abstinencia de los alimentos; de nada sirve quitar al cuerpo su nutrición si el alma no se aparta de la iniquidad y si la lengua no deja de hablar mal» (S. León Magno, Sermo 4 de Quadragesima 2).