COMENTARIO
El relato deja entrever algún aspecto de la vida en Cafarnaún: una ciudad comercial con entidad suficiente como para tener una guarnición comandada por un centurión, con una fácil convivencia entre culturas dispares —el centurión no es de religión judía, pero es muy estimado por los dirigentes judíos, pues aprecia al pueblo y le ha construido la sinagoga (v. 5)— y en la que Jesús goza de prestigio prácticamente en todos los estamentos sociales: el centurión (v. 3), los principales de entre los judíos (vv. 4-5), el jefe de la sinagoga (8,41), los publicanos (5,29), los trabajadores, pequeños propietarios (5,2-3), etc. Nadie es ajeno a Jesús, y nadie debe serlo a nuestra misión apostólica: «Cuanto más cerca está de Dios el apóstol, se siente más universal: se agranda el corazón para que quepan todos y todo en los deseos de poner el universo a los pies de Jesús» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 764).
Por lo demás, la narración es un bello ejemplo de la fe y humildad necesarias para el trato con Jesús. El relato pone en contraste el elogio de los ancianos —«merece que hagas esto» (v. 4)— con la personal indignidad que siente el centurión (vv. 6-7); por otra parte, la fe del oficial romano que se manifestó en su día al construir la sinagoga (v. 5) aparece ahora con toda su grandeza (vv. 8-9). La liturgia de la Iglesia pone en nuestros labios antes de recibir la Comunión esta preciosa oración del centurión para que imitemos sus disposiciones a la hora de recibir al Señor. Sabemos que esta oración, al pronunciarla, nos enriquece: «Llamándose indigno se mostró digno de que Jesús entrara, si no en su cuerpo, sí en su corazón. No habría podido decir esto, con tanta fe y humildad, si no hubiera llevado en el corazón a Aquel que se consideraba indigno de recibir. Y no hubiera tenido una felicidad tan grande si el Señor hubiera entrado en su casa, pero no en su pecho» (S. Agustín, Sermones 62,1,1).