COMENTARIO
Al encaminarse decididamente a Jerusalén, hacia la cruz, Jesús cumple voluntariamente el designio del Padre (cfr 9,31), que había determinado que por su pasión y muerte llegase a la resurrección y ascensión gloriosas.
«El tiempo de su partida» (v. 51). Literalmente, «el tiempo de su asunción». Se refiere al momento en que Jesucristo, abandonando este mundo, ascienda a los cielos. El evangelista describe la subida a Jerusalén como una ascensión adonde iba a manifestarse la salvación. Pero la exaltación pasa por la cruz, de ahí el doble sentido que tiene esa palabra en el leguaje cristiano: «La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante, de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo Cristo nos enseña que la cruz es su gloria. (…) También nos enseña Cristo que la cruz es su exaltación, cuando dice: Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Está claro, pues, que la cruz es la gloria y exaltación de Cristo» (S. Andrés de Creta, Sermo 10 de Exaltatione Sanctae Crucis).
«Pero no le acogieron» (v. 53). Los samaritanos eran enemigos de los judíos desde la mezcla de los antiguos hebreos con los gentiles que repoblaron la región de Samaría en la época del cautiverio asirio, a finales del siglo VIII a.C. (2 R 17,24-41). Las desavenencias se hicieron más intensas con la restauración de Jerusalén, tras el destierro en Babilonia (cfr Ne 13,4-31). Por estos y otros motivos, los samaritanos no reconocían el Templo de Jerusalén como el único lugar donde se podían ofrecer sacrificios, y construyeron su propio templo en el monte Garizim (cfr Jn 4,20). Jesucristo corrige el deseo de venganza de sus discípulos (vv. 54-56), opuesto a la misión del Mesías que no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos. De este modo, los Apóstoles van aprendiendo que el celo por las cosas de Dios no debe ser áspero ni violento. «El Señor hace admirablemente todas las cosas (…). Actúa así con el fin de enseñarnos que la virtud perfecta no guarda ningún deseo de venganza, y que donde está presente la verdadera caridad no tiene lugar la ira y, en fin, que la debilidad no debe ser tratada con dureza, sino que debe ser ayudada» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).
Algunos manuscritos griegos, que fueron seguidos por la Vulgata, añaden al final del v. 55: «diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos».