COMENTARIO

 Lc 10,21-24 

A este pasaje, también presente en San Mateo (cfr Mt 11,25-27 y nota), se le ha llamado tradicionalmente el «himno de júbilo» del Señor. Es uno de los momentos en que Jesús manifiesta su alegría al ver cómo los humildes entienden y aceptan la palabra de Dios (v. 21): «Los niños no reflexionan sobre el alcance de sus padres. Sin embargo, sus padres cuando ocupan un trono y poseen inmensas riquezas, no vacilan en satisfacer los deseos de sus pequeñuelos (…). No son las riquezas ni la gloria (ni siquiera la gloria del cielo) lo que reclama el corazón del niñito (…). Lo que pide es el amor… No puede hacer más que una cosa: ¡amarte, oh Jesús!» (Sta. Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 9).

Las palabras de Jesús son una declaración abierta de quién es Él: el que conoce a Dios Padre y el que nos lo revela, el revelador y la revelación. En Jesús, Dios se hace accesible a los hombres: «En efecto, antes, ¿qué idea de Dios se podría haber hecho el hombre que no fuera la de un ídolo fabricado por su corazón? Era incomprensible e inaccesible, invisible y superior a todo pensamiento humano. Pero ahora ha querido ser comprendido, visto, accesible a nuestra inteligencia. ¿De qué modo?, te preguntarás. Pues yaciendo en un pesebre, predicando en la montaña, pasando la noche en oración; o bien pendiente de la cruz, en la lividez de la muerte, libre entre los muertos y dominando sobre el poder de la muerte, como también resucitando el tercer día y mostrando a los apóstoles la marca de los clavos como signo de victoria, y subiendo, finalmente, ante la mirada de ellos, hasta lo más íntimo del cielo. ¿Hay algo de esto que no sea objeto de una verdadera, piadosa y santa meditación? Cuando medito en cualquiera de estas cosas, mi pensamiento va hasta Dios, y, a través de todas ellas, llego hasta mi Dios» (S. Bernardo, Sermo in Nativitate B. Virginis Mariae).

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