COMENTARIO
Continúa la enseñanza acerca de las riquezas y el uso de los bienes del mundo. La clave se concentra en el último versículo. Cada uno de nosotros pone sus afectos, sus ilusiones, sus impulsos más hondos, su corazón, en lo que considera su bien más preciado: es nuestro tesoro. Por eso, frente al rico insensato que atesoró en vano (12,20-21), Jesús nos invita a atesorar en el Cielo (v. 33), siendo generosos en la tierra: «Procuremos, además, dar frutos de verdadero arrepentimiento. Y amemos al prójimo como a nosotros mismos. Tengamos caridad y humildad y demos limosna, ya que ésta lava las almas de la inmundicia del pecado. En efecto, los hombres pierden todo lo que dejan en este mundo; tan sólo se llevan consigo el premio de su caridad y las limosnas que practicaron, por las cuales recibirán del Señor la recompensa y una digna remuneración» (S. Francisco de Asís, Carta a todos los fieles).
Del mismo modo nos exhorta a no poner las ilusiones y las preocupaciones en los bienes de la subsistencia, comida, vestido, salud, etc. (vv. 22-30), sino en la consecución del Reino de Dios (v. 31). Esta radicalidad es la misma que la Iglesia hace resonar en su llamada a la santidad: «Todos los cristianos, por tanto, están llamados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su propio estado de vida. Todos, pues, han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 42).