COMENTARIO
El relato lleva a pensar que estamos ante una escena preparada: los fariseos invitan a Jesús, lo sitúan frente a aquel hidrópico y observan. En tiempos de Jesús la hidropesía —enfermedad caracterizada por la producción de una gran cantidad de líquido, generalmente en el vientre— era considerada una dolencia que se contraía a causa de algún pecado, por tanto no era lícito curarla en sábado. La argumentación del Señor revela también cómo entiende su misión a los hombres: lo mismo que un hombre no deja de salvar a su hijo o su buey en sábado, Él cura a aquel hombre porque tiene como propias todas nuestras necesidades.
Esta actitud contrasta con el fanatismo de aquellos hombres. El fanatismo siempre es nocivo. Con frecuencia lleva a la obcecación, a negar, como en este caso, los principios más elementales de caridad y de justicia, e incluso de mero humanitarismo. Fanáticos no podemos serlo de nada. Ni aun de lo más sagrado. Por eso el Concilio Vaticano II declaró que «en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural» (Dignitatis humanae, n. 2).