COMENTARIO

 Lc 18,18-30 

Los tres evangelios sinópticos recuerdan esta doble escena del Señor con aquel joven rico y con los discípulos. Lucas es más sobrio que los otros evangelistas, pero resalta con vigor los aspectos más significativos de la enseñanza de Cristo. En la frase final de Jesús dirigida a Pedro (vv. 29-30) se encuentra el núcleo de la enseñanza: quien deja todo por el Reino de Dios recibirá mucho más. De este modo, «la llamada de Jesús, dirigida al joven rico, de seguirle en la obediencia del discípulo, y en la observancia de los preceptos, es relacionada con el llamamiento a la pobreza y a la castidad» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2053).

Comienza el episodio con la pregunta del personaje. Es la misma que le formuló en otro momento un doctor de la Ley: ¿qué hacer para salvarse? (cfr 10,25). La distinta respuesta de Jesús a aquél y a éste revela su pedagogía, que exige a cada uno según lo que puede entender y ofrecer: al doctor le recuerda los mandamientos del amor a Dios y al prójimo manifestados con obras, a éste le invita a un diálogo que le enfrenta con sus responsabilidades. En efecto, los mandamientos que aquí enumera Jesús son los de la segunda tabla de la Ley, pero van precedidos de una advertencia: «Nadie es bueno sino uno solo: Dios» (v. 19). Jesús rechaza el calificativo de bueno, quizá para que no quede reducida a una fórmula de cortesía una cualidad que pertenece a Dios: «Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El “Maestro bueno” indica a su interlocutor —y a todos nosotros— que la respuesta a la pregunta, “¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”, sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón al único que es Bueno: “Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,18; cfr Lc 18,19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él es el Bien» (S. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 9). De esta manera prepara lo que le exige a continuación (v. 22): «Ya que el Señor es bueno, y mucho más bueno todavía con los que le son fieles, abracémonos a Él, estemos de su parte con toda nuestra alma, con todo el corazón, con todo el empuje de que seamos capaces. (…) No hay nadie bueno, sino sólo Dios, y, por lo tanto, todo lo bueno es divino, y todo lo divino es bueno» (S. Ambrosio, De fuga mundi 6,36).

Jesús responde a la inquietud de Pedro y los demás discípulos (vv. 28-30). Da seguridad a quienes, después de haber entregado todo al Señor, pueden sentir en algún momento la nostalgia de lo que dejaron. La promesa de Jesús rebasa con creces lo que el mundo puede dar. Quienes le siguen con generosidad obtienen, ya aquí en la tierra, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos meramente humanos, porque son un anticipo de la felicidad eterna: «¡A ver si encuentras, en la tierra, quien pague con tanta generosidad!» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 670). Sin embargo, debemos ser cuidadosos, pues, como repite a menudo Santa Teresa de Jesús, «parécenos que lo damos todo, y es que ofrecemos a Dios la renta o los frutos y quedámonos con la raíz y posesión» (Vida 11,2).

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