COMENTARIO
Aquí parece que se esté evocando el relato del mismo ciego. En efecto, éste percibe el movimiento de la gente y pregunta qué pasa (v. 36). Cuando oye que es Jesús, su plegaria se vuelve acuciante (vv. 38-39): «Temo que Jesús pase y no vuelva» (cfr S. Agustín, Sermones 88,13). Cuando los demás le piden que se calle, grita mucho más (v. 39). Cuando el Señor le pregunta, responde con sencillez (v. 41). Su fe le consigue la curación y provoca además la alabanza a Dios de todo el pueblo (v. 43). Es el resultado de haber vencido los respetos humanos: «Cuando un cristiano cualquiera empieza a vivir bien y a practicar las obras buenas con fervor y a despreciar al mundo, desde el principio comienza a recibir las críticas y la contradicción de los cristianos fríos; pero si persevera, con su constancia los vencerá, y los mismos que antes le molestaban, después llegarán a respetarle» (S. Agustín, Sermones 88,18).
«Señor, que vea» (v. 41). Esta jaculatoria sencilla puede aflorar con frecuencia a nuestros labios, salida de lo más hondo del corazón. Es útil repetirla en momentos de duda, cuando no entendemos los planes de Dios, cuando no vemos claro cómo comportarnos para mantenernos fuertes en la fe, cuando se ensombrece el horizonte de la entrega a Dios. Incluso es válida para quienes buscan a Dios sinceramente, sin que todavía tengan el don inapreciable de la fe: «Ponte cada día delante del Señor y, como aquel hombre necesitado del Evangelio, dile despacio, con todo el afán de tu corazón: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!; que vea lo que Tú esperas de mí y luche para serte fiel» (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 318).