COMENTARIO
La parábola, para los oyentes de Jesús, tiene resonancias de sucesos de su tiempo. Cuenta Flavio Josefo que tras la muerte de Herodes (hacia el año 4/3 a.C.) su hijo Arquelao fue a Roma para recibir la confirmación de su título real. Sin embargo, ante la crueldad que veían en él, algunos notables judíos acudieron al César para que no se la concediese. Por otra parte, algunos de los servidores de Arquelao protegieron sus propiedades cuando éste estaba en Roma (cfr Antiquitates iudaicae 17,299-314; De bello iudaico 2,1-19). La mina (v. 13) no era una moneda acuñada, sino una unidad contable, de 570 gramos de plata, equivantente a 100 dracmas.
La parábola es semejante a la de los talentos, que relata San Mateo, aunque en el primer evangelio está enriquecida con otros motivos (cfr Mt 25,14-30 y nota). Con ella, Jesús corrige la visión humana de los discípulos que pensaban en su inminente manifestación gloriosa como Mesías y en la instauración del Reino de Dios (cfr v. 11). Jesús enseña que, efectivamente, vendrá como Rey y juzgará: sus servidores fieles no deben preocuparse de los enemigos del Reino (v. 14), sino de hacer fructificar la herencia que les ha encomendado. Si sabemos apreciar los tesoros que el Señor nos ha dado —la vida, el don de la fe, la gracia—, pondremos gran empeño en hacerlos fructificar: en el cumplimiento de nuestros deberes, en nuestro trabajo y en nuestro apostolado. «Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. —Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 1).