COMENTARIO
El evangelista, poco más adelante (4,2), aclara que no era Jesús mismo quien bautizaba, sino sus discípulos. Aquel rito no era todavía el Bautismo cristiano, pues éste sólo comienza después de la resurrección de Cristo (cfr 7,39; 16,7; Mt 28,19). «Ainón» (v. 23) en arameo significa «fuentes». Salim estaba situada al noreste de Samaría, al sur de la ciudad de Escitópolis o Bet-San, cerca de la margen occidental del Jordán, a unos 20 km al sur del lago de Genesaret.
En este nuevo testimonio, el Bautista afirma una vez más la superioridad de Jesús sobre él. El «amigo del esposo» (v. 29) se refiere al que, según la costumbre de los esponsales judíos, solía acompañar al novio en los primeros momentos de su matrimonio y participaba de forma especial en los festejos y alegría de las nupcias. No obstante, como aclara el Bautista, había una gran diferencia entre él y el esposo, verdadero protagonista del feliz acontecimiento.
Por medio del simbolismo de los esponsales, en el que Jesucristo es el Esposo (cfr Mc 2,19) y la Iglesia la Esposa (cfr Ef 5,24-32; Ap 19,7-9), se evoca la unión por la que Cristo incorpora a sí a la Iglesia. La alegría del Bautista es manifestación de que ya ha comenzado la actuación del Mesías. Por eso su gozo es completo cuando Jesucristo va convocando a los hombres y éstos se van tras Él. Anticipa así la alegría de la Iglesia por la incorporación de nuevos miembros al Cuerpo de Cristo.
El Bautista entendió su misión de Precursor, que debía desaparecer ante la llegada del Mesías (v. 30), y la cumplió fielmente y con humildad. Del mismo modo, el cristiano ha de evitar en toda tarea apostólica el protagonismo personal, y dejar que sea a Cristo a quien busquen los hombres; ha de vaciarse cada vez más de sí mismo para que Cristo llene toda su vida: «Es necesario que Cristo crezca en ti, para que progreses en su conocimiento y amor: porque cuanto más lo conoces y lo amas, tanto más crece Cristo en ti» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Ioannis, ad loc.).
Las palabras finales del capítulo (vv. 31-36) revelan la condición divina de Jesús y manifiestan su modo de ser el Mesías, el Cristo. Jesucristo es el único que puede revelar a Dios Padre a los hombres, porque Él es el Hijo de Dios. «Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 65; ver también notas a Mt 17,1-13 y Hb 1,1-4). Las obras y las palabras de Jesús, verdaderamente humanas, son, al mismo tiempo, obras y palabras de Dios en la historia humana, porque el Verbo encarnado es uno con el Padre y el Espíritu Santo. En Jesucristo hay una sola Persona —la del Verbo—, y los actos se predican de la Persona.