COMENTARIO
Jesús habla de su glorificación junto al Padre y del envío del Espíritu Santo. La fiesta de los Tabernáculos era una fiesta de alegría y acción de gracias. Cada uno de los ocho días que duraba la fiesta, el sumo sacerdote se dirigía a la fuente de Siloé (cfr nota a 9,1-23) y, en una copa de oro, traía al Templo agua con la que rociaba el altar, recordando la que prodigiosamente manó en el desierto (cfr Ex 17,1-7) y pidiendo a Dios abundantes lluvias. Mientras tanto, se cantaba un pasaje del profeta Isaías (Is 12,3) que anunciaba la venida del Salvador y, con Él, la efusión de los dones celestiales. También se leía Ez 47, que habla de los torrentes de agua viva que brotarán del Templo. Con Jesús aquel tiempo venturoso ha llegado ya: «Si alguno tiene sed venga a mí y beba…» (v. 37). Esta invitación recuerda la que hace la Sabiduría divina, que dice: «Venid a mí los que me deseáis y saciaos» (Si 24,19; cfr Pr 9,4-5), sugiriendo así que Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada. Él es el único que puede saciar nuestra sed: «Sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace gran falta, que si del todo nos falta nos mata. Extraña cosa es que si nos falta nos mata, y si nos sobra nos acaba la vida, como se ve morir muchos ahogados. ¡Oh Señor mío, y quién se viese tan engolfada en esta agua viva que se le acabase la vida!» (Camino de perfección 19).
Las palabras de Jesús del v. 37 suscitaban a San Alfonso Mªde Ligorio las siguientes consideraciones, que constituyen un entrañable comentario, lleno de amor por nuestro Salvador: «Tenemos en Jesucristo tres fuentes de gracias. La primera es de misericordia, en la que nos podemos purificar de todas las manchas de nuestros pecados (…). La segunda fuente es de amor: quien medita en los sufrimientos e ignominias de Jesucristo por nuestro amor, desde el nacimiento hasta la muerte, es imposible que no se sienta abrasado en la feliz hoguera, que vino a encender por la tierra en los corazones de todos los hombres (…). La tercera fuente es de paz; quien desee la paz del corazón venga a mí, que soy el Dios de la paz» (Meditaciones para el Adviento 1,8).
En la expresión «ríos de agua viva» (v. 38) hay probablemente una referencia a la profecía de Ez 36,25ss., en la que se anuncia que en los tiempos mesiánicos el pueblo será purificado con agua pura, recibirá un Espíritu nuevo y se les cambiará el corazón de piedra por un corazón de carne.
En efecto, Jesús, una vez exaltado como corresponde a su condición de Hijo de Dios, enviará en Pentecostés al Espíritu Santo, que transformará interiormente a todos los que creen en Él. «De la misma manera que los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, el entendimiento de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios» (S. Basilio, De Spiritu Sancto 9,23).
Pero —se pregunta San Agustín—, «¿cómo entender la frase del evangelista todavía no había sido dado el Espíritu Santo ya que Jesús aún no había sido glorificado, sino en el sentido de que aquella dádiva o efusión del Espíritu Santo habría de comunicarse en el futuro, después de la glorificación de Cristo, como jamás lo había sido antes?» (De Trinitate 4,20). El Señor se refería, por tanto, a la venida del Espíritu Santo después de su ascensión al cielo (v. 39), efusión que San Juan ve anticipada simbólicamente en la transfixión, cuando del costado de Cristo brota sangre y agua (19,34). Los Santos Padres han considerado en este hecho el nacimiento de la Iglesia y la fuerza santificadora de los Sacramentos, especialmente del Bautismo y de la Sagrada Eucaristía.