COMENTARIO
Ante la actitud de repulsa por parte de las autoridades judías, Jesús les advierte que se marchará al Cielo de donde procede y ellos continuarán esperando al Mesías; pero ni encontrarán al Mesías porque le buscan fuera de Él, ni ahora le pueden seguir porque no le creen. La expresión «Yo soy» (vv. 24.28; 8,58), repetida en numerosas ocasiones en el evangelio (cfr 4,26; 13,19; 18,5-8), deja entrever la condición divina de Jesús. Éste era el nombre de Dios revelado a Moisés: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). «El Nombre Divino “Yo soy” o “Él es” expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, “mantiene su amor por mil generaciones” (Ex 34,7). Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2,4) llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que Él mismo lleva el Nombre divino: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8,28)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 211).
La pregunta que hacen los judíos en el v. 25 se la plantean muchos hombres de nuestro tiempo ante el anuncio que la Iglesia hace de Cristo. La clave para una respuesta acertada la dará Jesús un poco más adelante: la búsqueda sincera de la verdad: «Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como una condición de auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué confirmación tan estupenda la que han dado y no cesan de dar aquellos que, gracias a Cristo y en Cristo, han alcanzado la verdadera libertad y la han manifestado hasta en condiciones de constricción exterior!» (S. Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 12).
La respuesta de Jesús (v. 25) puede entenderse como que Él confirma lo que había proclamado: «Ante todo, lo que os estoy diciendo», o bien como que Él, en cuanto Verbo, es causa de toda criatura (cfr Ap 3,14; 1,8): «El Principio, lo que os estoy diciendo», que sería otra posible traducción. Con ello expresaría Jesús su origen divino.
En los vv. 28-29, Jesús se refiere a su Pasión y Muerte (cfr 12,32-33). Completando a los sinópticos y a las cartas de San Pablo, el cuarto evangelio presenta la cruz, sobre todo, como un trono regio en el que Cristo «puesto en alto» ofrece a todos los hombres los frutos de la salvación (cfr 3,14-15; cfr también Nm 21,9ss.; Sb 16,6). Jesús dice que, llegado aquel momento, los judíos conocerían quién era Él y la estrecha unión que tenía con el Padre, porque muchos de ellos descubrirían, merced a su muerte seguida de su resurrección, que era el Mesías, el Hijo de Dios (cfr Mc 15,39; Lc 23,47s.). Aquellos «muchos» que creyeron en Él en Jerusalén (v. 30) sólo eran figura de los miles que creerían tras la venida del Espíritu Santo (cfr Hch 2,41; 4,4).