COMENTARIO
Los hombres sólo podemos conocer la identidad sustancial entre Jesús y el Padre, misterio de Dios, por revelación divina. Los judíos entendieron que Jesús afirmaba ser Dios, pero interpretaron sus palabras como una blasfemia y le acusaron de que, siendo hombre, se hiciera Dios (v. 33). Jesús rebate la acusación con dos argumentos: el testimonio de la Sagrada Escritura (las profecías) y el de sus propias obras (los milagros).
Jesús cita el Salmo 82 en el que Dios, reprochando a unos jueces su actuación injusta, les recuerda: «Vosotros sois dioses, todos vosotros, hijos del Altísimo» (Sal 82,6). Si, según este salmo, los hijos de Israel son llamados dioses e hijos de Dios, con cuánta mayor razón ha de ser llamado Dios Aquel que ha sido santificado y enviado por Dios. En efecto, la naturaleza humana de Cristo, al ser asumida por el Verbo, queda santificada plenamente y viene al mundo para santificar a los hombres. Así lo muestran las obras que Jesús realiza: «Los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo. Mas Él asumió la entera naturaleza humana cual se encuentra en nosotros miserables y pobres, pero sin el pecado. Pues Cristo dijo de sí mismo que era Aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 3).
En contraste con la oposición de unos (cfr 10,20.31.39), está la adhesión de otros, que van a buscarle allí donde se ha retirado (v. 41). La actividad preparatoria de San Juan Bautista continúa dando sus frutos: quienes habían aceptado la predicación del Bautista ahora buscan a Cristo, y creen al ver que en Él se cumplen las palabras del Precursor cuando anunciaba que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios (1,34). La labor que se hace en nombre del Señor nunca es inútil. Así como la palabra y el ejemplo del Bautista sirvieron para que más tarde creyeran muchos en Jesús, el ejemplo apostólico de los cristianos nunca quedará baldío aunque a veces no se vea enseguida el resultado.