COMENTARIO

 Jn 17,1-26 

Jesús se dirige a su Padre en un diálogo emocionado, en el que, como Sacerdote, le ofrece el sacrificio inminente de su pasión y muerte. Es la llamada «Oración sacerdotal de Jesús».

En la primera parte de esta oración (vv. 1-5), Jesús pide la glorificación de su Santísima Humanidad y la aceptación por parte del Padre de su sacrificio en la cruz. La palabra «gloria» (v. 5) designa aquí el esplendor, poder y honor propios de Dios. La glorificación de Cristo abarca un triple aspecto: a) sirve para revelar la gloria del Padre, porque Cristo, obedeciendo al designio redentor de Dios, da a conocer al Padre (v. 4); b) manifiesta la divinidad de Cristo a través de su Humanidad (vv. 2 y 5); c) nos ofrece a los hombres la posibilidad de alcanzar la vida eterna, lo cual redunda en glorificación del Padre y de Jesucristo (vv. 2-3). «El Hijo te glorifica haciendo que te conozcan todos aquellos que le has confiado. Es verdad que si la vida eterna es el conocimiento de Dios, tanto más tendemos a vivir cuanto más progresamos en este conocimiento (…). La alabanza de Dios no tendrá fin allí donde el conocimiento del mismo Dios será pleno; y porque en el Cielo este conocimiento será completo, también será completa la glorificación de Dios» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 105,3).

En la segunda parte de la oración (vv. 6-19), Jesús ruega por sus discípulos, a los que va a enviar al mundo a proclamar su obra redentora. Pide para ellos la unidad, la perseverancia, el gozo y la santidad. Al pedir que los guarde en su nombre (v. 11), está rogando que perseveren en la doctrina (cfr v. 6) y en la comunión con Él. Consecuencia de esta comunión es la unidad de los discípulos, reflejo de la que existe entre las tres Personas divinas. La fuente de donde brota la unidad de la Iglesia es, pues, la unión íntima de las tres Personas divinas, entre las que hay una donación y amor mutuos. «El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno (…) como nosotros también somos uno, abriendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, muestra cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza manifiesta que el hombre, única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar plenamente su identidad si no es en la entrega sincera de sí mismo» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 24).

El Señor ruega también por los que, viviendo en medio del mundo, no son del mundo, para que sean santos según la verdad de Dios (v. 17) y lleven a cabo la misión que Él les encomienda, como Él ha realizado la que recibió del Padre (v. 18). El término «mundo» tiene varias acepciones en el Evangelio de San Juan (cfr nota a 14,15-30). En primer lugar, designa el conjunto de la creación, y dentro de ella la humanidad, los hombres a quienes Dios ama entrañablemente (1,10; 3,16; 13,1; etc.); pero «mundo» indica también los bienes de la tierra, de suyo caducos y que pueden presentar oposición a los bienes del espíritu (7,7; 8,23; 9,39; 12,25.31; etc.). De ahí que la petición de Jesús al Padre (v. 15) lleva implícita una invitación a los discípulos a corresponder: «Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 939).

Jesucristo, por medio de su muerte en la cruz, se consagra a Dios para santificarnos (vv. 17-19): «Cuando dice santifico debe entenderse en el sentido de “me dedico a Dios” y “me ofrezco como hostia inmaculada en olor de suavidad”. Pues, según la Ley, se consagraba o llamaba sagrado lo que se ofrecía sobre el altar. Cristo entregó su cuerpo por la vida de todos, y nos devolvió la vida» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 4,2).

En la tercera parte de la oración sacerdotal (vv. 20-26), Cristo vuelve a pedir por la unidad entre todos los que han de creer en Él a lo largo de los siglos. Es la petición de Cristo por su Iglesia, que debe ser una como el Padre y el Hijo son uno. «Todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva singularidad, y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo» (ibidem 11,11).

El primer fruto de la unidad de la Iglesia será la fe de todos los hombres en Cristo y en su misión divina (vv. 21.23). «Jesucristo quiere que (…) su pueblo crezca y lleve a la perfección su comunión en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios. (…) El modelo y principio supremo de este misterio [de la unidad de la Iglesia] es la unidad de un solo Dios, Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas» (Conc. Vaticano II, Unitatis redintegratio, n. 2). Siguiendo el ejemplo de Cristo, el mismo Concilio ha recomendado insistentemente la oración por la unidad de los cristianos, definiéndola como el «alma de todo movimiento ecuménico» (ibidem, n. 8).

Cristo termina esta oración pidiendo la bienaventuranza para todos los cristianos (vv. 24-26). El término que utiliza —«quiero» en vez de «ruego»— expresa que lo que está pidiendo es lo más importante y que coincide con la voluntad del Padre, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cfr 1 Tm 2,4).

La revelación que Dios ha hecho de Sí mismo por Jesucristo nos introduce en la participación de la vida divina que culminará en el Cielo (v. 24): «Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de Sí mismo, revelándose a Sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados a participar por la gracia aquí, en la tierra, en la oscuridad de la fe, y, después de la muerte, en la luz sempiterna» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 9).

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