COMENTARIO
El nombre de Calvario o Calavera (v. 17) parece aludir a la forma de cráneo que tiene el lugar, una antigua cantera a las afueras de Jerusalén. Es el cuarto escenario del drama de la pasión. San Juan es el único de los evangelistas que dice claramente que Jesús llevó la cruz a cuestas. Los otros tres mencionan la ayuda de Simón de Cirene (Mt 27,32; Mc 15,21; Lc 23,26). Jesús camino del Calvario provoca a todo hombre a decidirse a favor o en contra de Él y de su cruz: «Marchaba, pues, Jesús hacia el lugar donde había de ser crucificado, llevando su cruz. Extraordinario espectáculo: (…) a los ojos de la impiedad, la burla de un rey que lleva por cetro el madero de su suplicio; a los ojos de la piedad, un rey que lleva la cruz para ser en ella clavado, cruz que había de brillar en la frente de los reyes; en ella había de ser despreciado a los ojos de los impíos, y en ella habían de gloriarse los corazones de los santos» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 117,3).
La escena de la crucifixión es como una recapitulación condensada de la vida y doctrina de Jesús. La túnica que los soldados no rasgan (v. 24) simboliza la unidad de la Iglesia, aquella unidad que Jesús había pedido al Padre en su oración sacerdotal (cfr 17,20-26). La presencia de la Santísima Virgen y del discípulo amado (vv. 25-27), junto con la sangre y el agua que brotan del costado de Cristo (v. 34), recuerdan las bodas de Caná (2,1-12), a la vez que simbolizan a la Iglesia y a los creyentes que se incorporan a ella por el Bautismo y la Eucaristía. La sed de Jesús (v. 28) trae a la memoria la escena del encuentro con la samaritana (cfr 4,7) y las palabras que había pronunciado durante la fiesta de los Tabernáculos (7,37), y muestra su deseo de salvar a todas las almas. Las palabras con las que entrega su espíritu (v. 30) manifiestan que Él muere realmente e insinúan también que entrega el Espíritu Santo, prometido en tantos momentos de su vida pública (cfr 14,26; 15,26; 16,7-14). Además, entrega también a su Madre como Madre de los discípulos, representados en el discípulo amado (vv. 25-27).
El «título» (v. 19) era el nombre técnico que en el derecho romano expresaba la causa de la condena. Solía inscribirse en una tablilla para conocimiento público y era resumen del acta oficial que se remitía a los archivos del tribunal del César. Por eso, cuando los pontífices judíos piden a Pilato que cambie las palabras de la inscripción (v. 21), el procurador se niega aduciendo que la sentencia ha sido ya dictada y ejecutada y, por tanto, no puede modificarse: ése es el sentido de las palabras: «Lo que he escrito, escrito está» (v. 22). Los cuatro evangelistas dan fe de este título, si bien sólo es Juan quien precisa que estaba escrito en varios idiomas. Proclama de esta manera la realeza universal de Cristo, ya que lo podían leer todos los que desde diversos países habían venido a celebrar la Pascua; así se confirman las palabras del Señor: «Yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo» (18,37).
Las palabras de Jesús a su Madre y al discípulo (vv. 25-27) revelan el amor filial de Jesús a la Santísima Virgen. Al declarar a María como Madre del discípulo amado, la introduce de un modo nuevo en la obra salvífica, que, en ese momento, queda culminada. Jesús establece así la maternidad espiritual de María. «La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (Jn 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 58).
Todos los cristianos, representados en el discípulo amado, somos hijos de María. «Entregándonos filialmente a María, el cristiano, como el Apóstol Juan, “acoge entre sus cosas propias” a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su “yo” humano y cristiano» (S. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 45). «Juan, el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 140).
También el detalle de darle a beber vinagre (vv. 28-29) estaba predicho en el Antiguo Testamento: «Me daban hiel por comida, cuando tenía sed me escanciaban vinagre» (Sal 69,22). Esto no quiere decir que a Jesús le dieron vinagre para aumentar los tormentos; era costumbre ofrecer agua mezclada con vinagre a los crucificados para mitigar la sed. Además de la natural deshidratación que producía el suplicio de la cruz, se puede ver también en la sed de Jesús una manifestación de su deseo ardiente por cumplir la voluntad del Padre y salvar a todas las almas.