Via Crucis de San Josemaría

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Introducción

Señor mío y Dios mío,

bajo la mirada amorosa de nuestra Madre,

nos disponemos a acompañarte

por el camino de dolor,

que fue precio de nuestro rescate.

Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste,

ofrecerte nuestro pobre corazón, contrito,

porque eres inocente y vas a morir por nosotros,

que somos los únicos culpables.

Madre mía, Virgen dolorosa,

ayúdame a revivir aquellas horas amargas

que tu Hijo quiso pasar en la tierra,

para que nosotros, hechos de un puñado de lodo,

viviésemos al fin

in libertatem gloriæ filiorum Dei,

en la libertad y gloria de los hijos de Dios.

Primera estación: Condenan a muerte a Jesús

    Han pasado ya las diez de la mañana. El proceso está llegando a su fin. No ha habido pruebas concluyentes. El juez sabe que sus enemigos se lo han entregado por envidia, e intenta un recurso absurdo: la elección entre Barrabás, un malhechor acusado de robo con homicidio, y Jesús, que se dice Cristo. El pueblo elige a Barrabás. Pilatos exclama:

    —¿Qué he de hacer, pues, de Jesús? (Mt XXVII,22).

    Contestan todos: —¡Crucifícale!

    El juez insiste: —Pero ¿qué mal ha hecho?

    Y de nuevo responden a gritos: —¡Crucifícale!, ¡crucifícale!

    Se asusta Pilatos ante el creciente tumulto. Manda entonces traer agua, y se lava las manos a la vista del pueblo, mientras dice:

    —Inocente soy de la sangre de este justo; vosotros veréis (Mt XXVII,24).

    Y después de haber hecho azotar a Jesús, lo entrega para que lo crucifiquen. Se hace el silencio en aquellas gargantas embravecidas y posesas. Como si Dios estuviese ya vencido.

    Jesús está solo. Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios! ¡Si tú y yo hubiésemos conocido el día del Señor!

Segunda estación: Jesús carga con la Cruz

    Fuera de la ciudad, al noroeste de Jerusalén, hay un pequeño collado: Gólgota se llama en arameo; locus Calvariæ, en latín: lugar de las Calaveras o Calvario.

    Jesús se entrega inerme a la ejecución de la condena. No se le ha de ahorrar nada, y cae sobre sus hombros el peso de la cruz infamante. Pero la Cruz será, por obra de amor, el trono de su realeza.

    Las gentes de Jerusalén y los forasteros venidos para la Pascua se agolpan por las calles de la ciudad, para ver pasar a Jesús Nazareno, el Rey de los judíos. Hay un tumulto de voces; y a intervalos, cortos silencios: tal vez cuando Cristo fija los ojos en alguien:

    —Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz de cada día y sígame (Mt XVI,24).

    ¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte!

    ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?

    Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con El.

Tercera estación: Cae Jesús por primera vez

    La Cruz hiende, destroza con su peso los hombros del Señor.

    La turbamulta ha ido agigantándose. Los legionarios apenas pueden contener la encrespada, enfurecida muchedumbre que, como río fuera de cauce, afluye por las callejuelas de Jerusalén.

    El cuerpo extenuado de Jesús se tambalea ya bajo la Cruz enorme. De su Corazón amorosísimo llega apenas un aliento de vida a sus miembros llagados.

    A derecha e izquierda, el Señor ve esa multitud que anda como ovejas sin pastor. Podría llamarlos uno a uno, por sus nombres, por nuestros nombres. Ahí están los que se alimentaron en la multiplicación de los panes y de los peces, los que fueron curados de sus dolencias, los que adoctrinó junto al lago y en la montaña y en los pórticos del Templo.

    Un dolor agudo penetra en el alma de Jesús, y el Señor se desploma extenuado.

    Tú y yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por qué pesa tanto la Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias y también la ingratitud tremenda del corazón humano. Del fondo del alma nace un acto de contrición verdadera, que nos saca de la postración del pecado. Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre.

Cuarta estación: Jesús encuentra a María, su Santísima Madre

     Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde El pasa.

    Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.

    ¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lam I,12).

    Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús.

    Se ha cumplido la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma (Lc II,35).

    En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.

    De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre.

    Sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra.