COMENTARIO
Aunque la predicación de Jesús (4,17) es idéntica a la de Juan (3,2), a diferencia del Bautista, que sólo anuncia la inminencia del Reino, nuestro Señor comienza a instaurar ese Reino en la historia humana con sus obras y palabras. Así, llama a seguirle, dejándolo todo, a los primeros discípulos: con ellos formará más tarde el grupo de los Doce, sobre el cual fundará su Iglesia. Paradójicamente, Jesús elige a unos pescadores, hombres rudos (cfr Hch 4,13), para que «no se pensara que la fe de los creyentes era debida no a la acción de Dios, sino a la elocuencia y a la ciencia» (S. Jerónimo, Commentarii in Matthaeum 5,19). No obstante, los instituyó como «guías y maestros de todo el mundo y administradores de los divinos misterios y les mandó que fueran como astros que iluminaran con su luz no sólo el país de los judíos, sino también todos los países que hay bajo el sol, a todos los hombres que habitan la tierra entera» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 12,1).
Los evangelistas anotan la respuesta inmediata y efectiva de los Apóstoles a la llamada del Señor (cfr nota a Mc 1,16-20). San Mateo, desde el inicio, singulariza a Pedro (v. 18): «Pedro, por lo que se refiere a sus propiedades personales, era un hombre por naturaleza; por la gracia, un cristiano; un apóstol, y el primero de ellos, por una gracia mayor» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 124,5).
Tras la llamada, el evangelista recuerda en un breve resumen la primera actividad de Jesús (v. 23) y el eco que tuvo en Galilea y en las regiones circundantes (vv. 24-25). Tanto las palabras como los milagros son signos de que Jesús instaura el Reino de Dios, signos de la misericordia y la gracia divinas que, por medio de Cristo, se ofrecen a todos los hombres, representados en la muchedumbre que acude a Él. «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras (…). Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 5).