COMENTARIO
Con dos milagros se muestra, una vez más, la necesidad de la fe para ser dignos de recibir las acciones salvadoras de Jesús (cfr notas a Mc 5,21-43 y Lc 8,40-56). La fe de la hemorroísa, aunque se expresa tímidamente, vence los obstáculos y consigue lo que parecía imposible: «La fe curó en un momento lo que en doce años no pudo curar la ciencia humana. (…) La mujer tocó la vestidura y fue curada, fue liberada de un mal antiguo. Infelices de nosotros que, aun recibiendo y comiendo cada día el cuerpo del Señor, no nos curamos de nuestras calamidades. No es Cristo quien falta al que está enfermo, sino la fe. Ahora que Él permanece en nosotros podrá curar las heridas mucho más que entonces, cuando de paso curó de esta manera a una mujer» (S. Pedro Crisólogo, Sermones 33).
El caso de aquel hombre relevante en la ciudad no es menos edificante. Se humilla visiblemente ante Jesús, pidiéndole abiertamente su intervención, porque su hija ha muerto (v. 18). Para un milagro tan grande se necesita también una fe muy grande: «Aquel hombre creyó, y su hija resucitó y vivió. También cuando Lázaro estaba muerto, nuestro Señor dijo a Marta: Si crees, tu hermano resucitará. Y Marta le contestó: Sí, Señor, yo creo. Y el Señor le resucitó después de cuatro días. Acerquémonos, pues, carísimos, a la fe de la que brotan tantos poderes. La fe elevó a algunos hasta el cielo, venció las aguas del diluvio, multiplicó la descendencia de las que eran estériles, (…) calmó las olas, sanó a los enfermos, venció a los poderosos, hizo derruir murallas, cerró las bocas de los leones, extinguió la llama de fuego, humilló a los soberbios y encumbró a los humildes hasta el honor de la gloria. Todos estos portentos fueron realizados por la fe» (Afraates, Demonstrationes 1,17-18).