COMENTARIO
Este capítulo presenta, como en contraste, la diferencia entre los que aceptan a Jesús —Juan Bautista (vv. 11-15) y los pequeños (11,25-30)— y los que no lo aceptan: los hombres de aquella generación y las ciudades incrédulas (11,16-24). Ante las «obras de Cristo» (v. 2), el Bautista le envía a sus discípulos y el Señor les hace comprender que sus acciones son cumplimiento de lo que las antiguas profecías anunciaban como signos propios del Mesías y de su Reino (cfr Is 26,19; 29,18-19; 35,5-6; 61,1, etc.). Era como decirles que, efectivamente, Él, Jesús, es el profeta que «iba a venir» (cfr v. 3).
Pero el texto nos habla también del Bautista (vv. 7-14). Antes, el evangelio había señalado la adecuación de la predicación de Juan con la de Jesús (cfr nota a 3,1-12), y después anotará otras semejanzas: Juan, como Jesús, sufrió la incredulidad del pueblo (11,16-19), y también una muerte violenta (14,1-12), porque, en realidad, ambos cumplieron «toda justicia» (3,15). Sin embargo, las palabras que se recogen ahora muestran la diferencia entre los dos: Juan, dice Jesús, es Elías (v. 14), el profeta que, conforme a la creencia de entonces, tenía que venir de nuevo antes que el Mesías (cfr 17,10-13; Mc 9,11-13); es un profeta y más que un profeta (v. 9); es el mayor entre los nacidos de mujer (v. 11); es el precursor (v. 10). Pero, al compararse con Jesús, él mismo se siente un esclavo y menos que un esclavo (3,11): «Me podías hablar de Elías que fue arrebatado al cielo, pero no es mayor que Juan; Enoc fue trasladado, y tampoco es mayor que Juan. Moisés fue el más grande legislador, y admirables fueron todos los profetas, pero no eran más que Juan. No soy yo quien se atreve a comparar profeta con profeta, sino el que es Señor suyo y nuestro» (S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses 3,6).
La grandeza de Juan la señala Jesús también por su pertenencia al Reino, porque «desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece violencia» (v. 12). Desde que Juan Bautista anunció a Cristo presente, los poderes del infierno han redoblado su asalto, que se prolonga a lo largo del tiempo de la Iglesia (cfr Ef 6,12). Por eso es necesario esforzarse, conquistar el Reino. La situación descrita por el Señor parece ser ésta: los jefes y una porción del pueblo judío esperaban el Reino de Dios como una herencia merecida, y reposaban confiados en sus derechos y méritos de raza; otros, en cambio, los esforzados —literalmente, los salteadores—, se apoderarán de él como al asalto, por la fuerza, en lucha contra los enemigos del alma. «Esa fuerza no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 82).