COMENTARIO
Quienes aceptan a Jesús y hacen la voluntad de Dios Padre son considerados por Él como de su propia familia. No sin razón, Jesús no habla de Dios, o del Padre de los cielos, sino de «mi» Padre que está en los cielos (v. 50): «Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2233). Por eso, las palabras de Jesús siempre se entendieron como un elogio de la fidelidad de Santa María y nunca como un reproche: «Ella hizo la voluntad de mi Padre. Esto es lo que en Ella ensalza el Señor: que hizo la voluntad de su Padre, no que su carne engendró la carne (…). Mi Madre a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, no porque se haya hecho en Ella carne el Verbo de Dios y haya habitado entre nosotros, sino más bien porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que la creó a Ella y en Ella se hizo carne» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 10,3).
La expresión «hermanos» (v. 46) de Jesús se refiere a sus parientes. En los idiomas antiguos, hebreo, arameo, árabe, etc., era normal que se utilizara este término para indicar a los pertenecientes a una misma familia, clan, o incluso tribu. Siempre la Iglesia ha profesado con plena certeza que Jesucristo no ha tenido hermanos de sangre en sentido propio: es el dogma de la perpetua virginidad de María (cfr notas a 1,18-25; Mc 3,31-35 y Lc 8,19-21).