COMENTARIO
Los tres sinópticos contrastan la dramática oración de Jesús con la impotencia de sus discípulos para acompañarle. Marcos (cfr Mc 14,32-42 y nota) lo hace con rasgos más acentuados. Mateo prefiere recordar que mediante la oración Jesucristo se identifica con la voluntad de Dios, la abraza. En efecto, el comienzo (v. 39) señala lo costoso de la aceptación del trance: «Si es posible, aleja…»; avanzada la oración, su plegaria es un rendido abandono en la voluntad del Padre: «Si no es posible…, hágase tu voluntad» (vv. 42 y 44). «Toda la pretensión de quien comienza oración —y no se os olvide esto, que importa mucho— ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias pueda hacer su voluntad conformar con la de Dios» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 2,8).
El relato conserva la emoción de la tradición que está en su base. Ésta debía de constituir un recuerdo vivo en la comunidad cristiana primitiva, pues, por ejemplo, también Hb 5,7 alude a este sobrecogedor acontecimiento: «La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática. Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la “teología vivida” de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de prueba que la tradición mística describe como “noche oscura”. Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús. (…) Teresa de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en sí misma precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: “Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo” (Últimos Coloquios. Cuaderno amarillo, 6 de julio de 1897)» (S. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, nn. 26-27).