COMENTARIO
La oración del Padrenuestro es recogida también por San Mateo con ocasión del Discurso de la Montaña (cfr nota a Mt 6,1-18). Aquí, al estar situada como respuesta de Jesucristo al deseo de sus discípulos que se admiran ante la oración de su Maestro (v. 1), el Evangelio de Lucas señala la estrecha relación entre la oración de los cristianos y la de Jesús, Hijo de Dios: «Esta oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es “del Señor”. Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado: Él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas, los hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2765).
Es gran consuelo poder llamar «Padre» a Dios. Si Jesús, el Hijo de Dios, nos enseña que invoquemos a Dios como Padre es porque en nosotros se da la realidad entrañable de ser y sentirse hijos de Dios: «Yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como Santa María Magdalena, sino que ha querido que yo sepa hasta qué punto Él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a Él ¡con locura…!» (Sta. Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 4,39r).
Después, el texto recogido por San Lucas, aunque más escueto que el de San Mateo, recoge las mismas invocaciones y peticiones: «Si recorres todas las plegarias de la Santa Escritura, creo que no encontrarás nada que no se encuentre y contenga en esta oración dominical. Por eso, hay libertad de decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras, pero no debe haber libertad para decir cosas distintas. (…) Aquí tienes la explicación, a mi juicio, no sólo de las cualidades que debe tener tu oración, sino también de lo que debes pedir en ella, todo lo cual no soy yo quien te lo ha enseñado, sino aquel que se dignó ser maestro de todos» (S. Agustín, Ad Probam 12-13).
Entre las diversas súplicas (cfr nota a Mt 6,1-18), pedimos a Dios que nos dé el pan cotidiano (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada: la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no puede vivir nuestro espíritu. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa y reconoceremos su valor si lo procuramos recibir diariamente: «Si el pan es diario, ¿por qué lo recibes tú solamente una vez al año? Recibe todos los días lo que todos los días es provechoso; vive de modo que diariamente seas digno de recibirle» (S. Ambrosio, De Sacramentis 5,4).
Pedimos también fuerza ante la tentación (v. 4), pero «no pedimos aquí no ser tentados, porque en la vida del hombre sobre la tierra hay tentación (cfr Jb 7,1) (…) ¿Qué es, pues, lo que aquí pedimos? Que, sin faltarnos el auxilio divino, no consintamos por error en las tentaciones, ni cedamos a ellas por desaliento; que esté pronta a nuestro favor la gracia de Dios, la cual nos consuele y fortalezca cuando nos falten las propias fuerzas» (Catechismus Romanus 4,15,14).