COMENTARIO
Continúa la enseñanza de Jesús sobre la verdadera «justicia», el camino que nos lleva a la salvación. Según los maestros de entonces, a los mandamientos de la Ley había que añadirles la limosna, la oración y el ayuno como actos fundamentales de la piedad individual. Jesucristo, frente al cumplimiento externo de esas prácticas, enseña que la verdadera piedad debe vivirse con rectitud de intención, en intimidad con Dios y huyendo de la ostentación. La Iglesia recuerda estas prácticas en el comienzo de la Cuaresma: «No hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna, que, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad, de modo que, aun en medio de situaciones de fortuna desiguales, puedan ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles» (S. León Magno, Sermo 6 de Quadragesima 1-2).
Pero la página más comentada de este texto es la que se refiere a la oración. El Señor destaca la sencillez y la veracidad con que debemos dirigirnos a Dios. La primera formulación es negativa. La oración del cristiano no debe ser la de alguien que está actuando en un teatro —ésa es la significación literal de la palabra «hipócrita» (v. 5)—, ni debe ser servil como la de los paganos, que en sus oraciones solían enumerar todas las cualidades del dios al que se dirigían, hasta el aburrimiento, no fuera caso de que el dios se enfadara por haber olvidado alguna (v. 7). La oración del cristiano debe ser sincera: «Nuestra mente debe estar en conformidad con lo que dicen los labios» (S. Benito, Regula 19).
A continuación, Jesús enseña el Padrenuestro como oración distintiva del cristiano (vv. 9-13): «La oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio» (Tertuliano, De oratione 1). En toda la Tradición de la Iglesia se encuentra un elogio encendido de esta plegaria: «La oración dominical es perfectísima… No sólo se piden las cosas lícitamente deseables, sino que se suceden en ella las peticiones según el orden en que debemos desearlas, de suerte que la oración dominical no sólo regula, según esto, nuestras peticiones, sino que sirve de norma a todos nuestros afectos» (Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae 2-2,83,9).
La oración comienza con una invocación al Padre que, en la fórmula recogida por San Mateo, subraya el aspecto litúrgico, la oración en común: «El Señor nos ha enseñado a orar en comunidad por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice: “Padre mío que estás en el cielo”, sino Padre nuestro, a fin de que nuestra oración sea la de un solo corazón y una sola alma, orientada a la edificación de todo el cuerpo de la Iglesia» (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum 19,41). Tras la invocación, las peticiones: «Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones, siete bendiciones. Las tres primeras, más teologales, nos atraen hacia la Gloria del Padre; las cuatro últimas, como caminos hacia Él, ofrecen nuestra miseria a su gracia» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2803).
La primera petición se hace para que sea santificado el Nombre de Dios (v. 9). El nombre, en la Biblia, equivale a toda la persona. Como Dios es la santidad misma, lo que se pide aquí es que su santidad sea reconocida y honrada por las criaturas. El advenimiento del Reino, que se impetra después (v. 10, segunda petición), consiste en la realización del designio salvador de Dios en el mundo (cfr nota a 3,1-12); pero ello exige de nosotros una sumisión espontánea y confiada a Dios. Por eso, una de las manifestaciones de la venida del Reino es el cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios (tercera petición). De ahí que podamos decir, con Santa Teresa, que «quien de veras hubiere dicho esta palabra: fiat voluntas tua, todo lo ha de tener hecho, con la determinación al menos» (Camino de perfección 63,2).
Las últimas peticiones, el pan de cada día (cuarta), el perdón de las deudas u ofensas (quinta), el no abandonarnos en la tentación (sexta) y el librarnos del mal (séptima) —cfr nota a Lc 11,1-4—, miran a nuestras necesidades. El primer evangelio glosa la quinta (v. 12) con unas palabras del Señor (vv. 14-15) en las que exige la necesidad de perdonar para rezar con verdadero espíritu: «Cosa es ésta, hermanas, para que miremos mucho en ella; que una cosa tan grande y de tanta importancia como que nos perdone el Señor nuestras culpas, que merecían fuego eterno, se nos perdone con tan baja cosa como es que perdonemos; y aun de esta bajeza tengo tan pocas que ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar. Aquí cabe bien vuestra misericordia. Bendito seáis vos, que tan pobre me sufrís» (ibidem 36,2).
«Deuda» (v. 12) equivale aquí a ofensa o pecado. No se trata sólo de reconocer antiguos pecados, sino también nuestra condición actual de pecadores.
En la sexta petición (v. 13) reconocemos nuestra debilidad para luchar contra las tentaciones con solas nuestras fuerzas, por lo que suplicamos la ayuda de Dios (cfr Catechismus Romanus 4,15,14).
«Líbranos del mal» (v. 13b, séptima petición) podría traducirse igualmente por «líbranos del maligno», es decir, del diablo, origen de nuestros pecados y desgracias.